La buena hortelana | Gustavo Duch

La cabaña de la abuela olía a humo y cabía de un vistazo: una mecedora frente a la chimenea, una mesa con dos taburetes bajo la ventana y al frente, una pila de mármol y una despensa que atesoraba sus reservas de pasta de tomate, medio queso de cabra y otros muchos frascos, sin etiqueta, de conservas caseras. Saliendo al patio estaba el huerto, un cubierto con gallinas, su reserva de humus y leña, mucha leña, una cantidad de leña casi absurda para esa casa tan pequeña. Aún así, cuando iba de visita en invierno, casi siempre la encontraba en el bosque, recogiendo más leña. En verano también, siempre con un hatillo a la espalda, acopiando leña.

-¿Tanto frío hace? ¿Tanta leña gastas? ¿Quieres que te traiga más?

- Hijo, hay que prepararse. Un año puede llover mucho y estaría mojada, otro puedo estar enferma y –seguro- llegará un día que mis piernas no querrán subir más al bosque. Si tengo suficiente leña guardada, siempre podré invitarte a entrar en una casa calentita… ¿no sería una pena que llegaras un día de visita y te encontraras a esta vieja helada dentro de la cama?

Acompañé a la abuela a dar un paseo, guiados por sus ojitos arrugados que parecen  olfatear la vida. En un cesto iba guardando las lombrices que divisaba entre la hierba húmeda, mientras me iba contando como convertían basura en abono. Para mi abuela no había animal más extraordinario, más imponente ni más hermoso que aquellos bichos escurridizos, que ni caminar parece que sepan. Para andar hacia adelante, primero se recogen hacia atrás. -Te ayudan a devolverle a la tierra lo que le sacas con las cosechas, es de justicia, -decía echando otra lombriz al cesto.

Al pasar por el huerto comenté lo limpio y cuidado que estaba. La abuela le quitó importancia a mis cumplidos. Es mi obligación cuidarlo, dijo. Esta tierrita ha dado de comer a cuatro generaciones de esta familia, ahora me llena a mí la despensa y quién sabe, si es verdad que la gente vuelve a este mundo, quiero que mis abuelos lo vean como ellos lo dejaron. Me enseñaron a ser una buena hortelana y no voy a defraudarlos.

Cuando un rato después bajaba por la carretera pensé, qué le he devuelto yo a la tierra, qué reservas tengo para el frio, para el hambre y para mis hijos… un sentimiento enorme de responsabilidad me recorrió la espalda. Suerte que aun tengo tiempo de aprender de la abuela.

1 comentario:

Jesús Dorda dijo...

Observando las lombrices la abuela llegó a la misma conclusión que Darwin en la finca familiar. Tenemos que buscar sabios más cercanos y aprender también de ellos.

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