Necesitamos a la naturaleza | César-Javier Palacios


La convivencia con la naturaleza es una cuestión de supervivencia humana. No sólo nos proporciona sustento, sino también bienestar y felicidad. Seguramente por eso, en nuestras cada vez más masificadas ciudades siempre hay sitio para una planta, para una mascota, para un árbol, para un jardín. No podemos vivir sin ese contacto, aunque sea lejano, con la Madre Naturaleza.
¿Os acordáis de Félix Rodríguez de la Fuente? Fue él quien se empeñó en educarnos en la necesidad de lograr una convivencia armónica con la naturaleza. Lo hacía porque era un visionario. Tenía una idea revolucionaria. Estaba convencido de que el hombre ideal y feliz era el hombre paleolítico, aquel recolector y cazador perfectamente imbricado en el medio ambiente como un animal más, dotado de unos asombrosos conocimientos ecológicos y culturales, en armonía con esa naturaleza de la que se nutría y formaba parte.
Para Félix el ser humano no era una especie más, sino una síntesis de la naturaleza, con todo lo peor y todo lo mejor de ella, creada “con la nieblas del amanecer, con el aullido del lobo, el rugido del león”, en una estrecha y “compleja trama palpitante” e interdependiente. No es que quisiera que volviéramos a la Edad de Piedra, pero sí soñaba con que algún día recuperaríamos esa sensibilidad ecológica que nos haría más tolerantes y felices.
¿Qué nos queda de todo ese pasado? Apenas nada. Esa falta de “contacto real” con la naturaleza, en una sociedad cada vez más urbanizada, nos está llevando por mal camino. Hacia un consumo irreflexivo de los recursos naturales, provocador de desastres tan impresionantes como el cambio climático, cuyas consecuencias finales aún no somos capaces de imaginar. O el agostamiento de los recursos naturales, un hecho tan evidente como dramático.
Por eso, cuando se habla de convivencias, no podemos olvidarnos de la más importante de todas ellas, la necesidad imperiosa que tenemos de convivir en armonía con la naturaleza. Logrado eso, todo lo demás nos vendrá por añadidura.

Aperos | Gustavo Duch

 Cada mañana él coloca en su cinto
un machete gastado, le espera un campo ajeno.
Ella, amanecida horas antes,
lo despide cuchillo en mano
y sigue, rutinaria, desvistiendo patatas.

Aperos, a pares

Su cuerpo torcido cosecha centenos, trigos o maíces
a latigazos de guadaña.
La hoz, hermana pequeña,
ayuda a ella en el aseo del huerto.
Él es labrador de otros, ella provee sus sustentos.

Aperos, a pares

Con las cuatro púas de la horca
el labrador lanza y apila las mieses segadas.
Tenedores de cuatro púas
desayunan las bocas de los pequeños de la casa.
Y remueve vitaminas en la sartén.

Aperos, a pares

Paletadas de abono llueven de él
para dar de comer a la tierra del amo.
Mientras ella pala en mano,
recoge los desechos de los animales.
Son todas sus posesiones.

Aperos, a pares

De regreso, él, rebanador de leña –hachero-,
enciende la lumbre cuando se agota el día.
Ella cuchillo en mano aún, siega pan para la cena,
y atiza el fuego,
y modela el cariño para los hijos,
y sirve, cuida y se entrega.
Saben que al final no está la meta.

Aperos, a pares

La hoguera brilla en ojos de mujer que clama justicia.
El varón asiente.
Mañana al despertar desposarán
su machete y su cuchillo,
con azadas, picos, azadones, palos…
empuñados en marcha campesina,
de mujeres y hombres iguales.

Y recuperan la tierra.

Volvamos al envase retornable | César-Javier Palacios


Es especialmente ahora, en esas fechas navideñas, donde el culto desmedido a la felicidad en papel cuché se confunde con el culto al consumo desaforado, cuando con más contundencia comprobamos lo insostenible de nuestro actual sistema de intercambio comercial. Derroche, todo es puro derroche. De materias primas, de energía, de trabajo deslocalizado, de discriminación social, de exclusión, de basura.
Las estadísticas son escalofriantes. Cada ciudadano español hará un gasto navideño cercano a los 1.000 euros por persona. De esta manera nuestra huella ecológica cada vez se parece más a la del caballo de Atila, tanto en destrucción como en producción de desperdicios. Si cada uno de nosotros genera diariamente un kilo y medio de basura, en estas fechas producimos dos kilos, la mitad inútiles envoltorios. Y mientras cada año aumenta en cuatro millones el número de personas desnutridas en el mundo, sólo por necesidades comerciales se tiran en estas fechas hasta un 40% de los alimentos distribuidos en supermercados y grandes superficies.
Resulta complicado bajarse de tan desbocado caballo, máxime en una época donde el aumento del consumo parece la única varita mágica capaz de sacarnos de la actual crisis económica, quienes puedan y tengan dinero suficiente para poder hacerlo. Pero lo que sí podemos hacer es reducir nuestra basura. Declarar la guerra a esa terrible triada del “comprar, tirar, comprar”. ¿Cómo lograrlo? Pues reparando lo roto y reutilizando lo aparentemente inservible.
El otro día mi hijo de 11 años me pidió que le comprara un nuevo estuche de pinturas para el colegio. Se le había despegado la tapa y lo consideraba inservible. Le di un bote de pegamento, descubriendo con indisimulado asombro que en apenas un minuto había quedado arreglado, algo que no se le había pasado hasta entonces por la cabeza.
Usar y tirar, ese es el gran problema. El consumo de envases ligeros se ha triplicado en los últimos años en España, pero se recicla menos de la quinta parte. Los españoles gastamos a diario 51 millones de envases de bebidas, una cifra similar a la de Alemania pero con la mitad de población.
Deberíamos volver a las buenas ideas de antaño, cuando la botella no se tiraba a la basura, ni siquiera en un contenedor de reciclaje, sino que se devolvía en la tienda y a cambio recuperábamos una pequeña cantidad de dinero. No es nostalgia. Alemania implantó este sistema de envases reutilizables en 2003 y ha conseguido reciclar el 98,5% de latas y botellas de plástico. Al incluir en el producto una fianza de 25 céntimos que se recupera al llevarlo de nuevo al punto de compra, los envases dejan de ser residuos y pasan a ser objetos de valor. Todos salen ganando. Las ciudades tienen menos basura que recoger, se reduce la contaminación y el gasto energético, e incluso se crean nuevos puestos de trabajo.
Una posibilidad ésta del embalse reutilizable no tan lejana si finalmente se aprueba en España el Sistema de Depósito, Devolución y Retorno (SDDR) en la nueva Ley de Residuos.

Niño urbano | Guillermo Rancés


Aun hay “niños urbanos”. Me refiero a los que no saben nada del campo y no es porque no hayan estado en él sino porque, cuando les han llevado, solo han podido corretear y nadie les haya dicho lo que campo y naturaleza suponen para todos. Sus padres suelen ser urbanitas, descendientes de abuelos urbanitas cuya idea sobre el campo quizás se parezca a la que “definió”, con sardónico gracejo, mi buen amigo y cronista montañés Felipe Mazarrasa: “el campo es esa cosa verde, llena de vacas, “panojos” y mosquitos, colocada fuera de las ciudades”.

Poco a poco la mentalidad social y cultural ha ido cambiando pero el despiste continúa. Pero hay infinidad padres urbanitas, motivados por el cambio de actitud de la sociedad y de la información que están interesándose por la naturaleza silvestre. Pienso que a esos padres les gustaría que sus hijos pudiesen conocer y disfrutar más del campo pero lógicamente no saben como hacerlo. Como creo que todo en la vida es juego, haré alguna sugerencia que quizás  ayuden a esos padres, tal y como a mi me ayudaron, a despertar la curiosidad y el interés entre mis hijos.

Lo primero para empezar, es elegir lugares llamativos, frondosos y variados ya entrada la primavera o en el verano. He aquí un primer juego sencillo para un grupo de niños (as) pequeños (as). Proponerles  que se internen entre los árboles y arbustos y que traigan el mayor número posible de hojas de formas diferentes. Se premiará al que mas variedades consiga. Este juego estimulara sus facultades de observación al darse cuenta de la variedad de plantas de cualquier bosque.

Otro juego que propongo: Se mete en alguna pequeña caja de hojalata monedas cromos y algún pequeño objeto, será el “tesoro”. Se cierra bien la caja, se  la lleva al interior de un bosque y allí se  entierra al pie de un árbol que marca para reconocerle. Entre todos los participantes se dibuja un plano del lugar del enterramiento. Uno o dos  meses  después se va a buscar con el plano el lugar y el árbol y se recupera la caja… si se encuentra claro. A realizar el plano ayudarán todos. Mi experiencia me ha hecho ver que el juego ilusiona a los participantes, en especial la búsqueda pero también les divierte, tanto el preparar el “tesoro” como el ir a enterrarlo.

Un ejercicio que se puede hacer en cualquier época cuando se haga senderismo: acostumbrarles a mirar, de vez en cuando, hacia atrás para tomar referencias del camino que han recorrido y luego, al regreso, hacerlo por el mismo camino con ayuda de los puntos de referencia memorizados.

El niño cuando deja de ser urbano es más feliz, se da cuenta de las alegrías que supone el saber orientarse, el mirar, el conocer. Espero que ya no  haya padres como aquel que me contó que, yendo en su coche por un camino de tierra con su hijo pequeño, se les cruzó una gallina y el niño le dijo:
- Papa ten cuidado con “eso”.

El juego de Félix | César-Javier Palacios



La reposición en Televisión Española de la serie El Hombre y la Tierra supone un maravilloso ejercicio retrospectivo. ¿Ha cambiado mucho el mundo en los últimos 30 años?
Si comparamos los problemas medioambientales de entonces con los de ahora (destrucción de hábitats, especies en peligro de extinción, venenos, éxodo rural) comprobaremos con tristeza que todo sigue igual o incluso ha empeorado. Y sin embargo, nuestra sociedad actual es muy diferente a la de entonces, ahora mucho más urbana, globalizada y, aparentemente, sensibilizada. ¿Mejor ahora? Hay opiniones para todos los gustos.
Pero volviendo a Félix Rodríguez de la Fuente, resulta sorprendente cómo hemos evolucionado en algo aparentemente tan banal como nuestra actitud frente al televisor. Entonces esa “caja tonta” acaparaba toda nuestra atención pero no como individuos, que es como la consumimos (o nos consume) ahora, sino como grupo familiar. Félix lograba reunir a toda la familia frente a la tele, interactuando con todos y cada uno de nosotros, igual padres, que niños o abuelos. Cada emisión semanal daba luego pie a comentarios llenos de asombro por esa apasionante “aventura de la vida” que los mayores hacían suya recordando su no tan lejana experiencia rural en esos pueblos que con tanto dolor habían abandonado. Concluido el programa, o en las tediosas tardes de domingo, los temas volvían a la mesa durante las largas partidas de cartas o parchís. No había electrónica pero había mucho calor humano. 
Ese apego familiar, ese compartir experiencias, sabidurías, anécdotas frente al televisor, está en mayor peligro de extinción que los linces ibéricos. Pero una vez más Félix puede lograr reunir de nuevo a la familia gracias a la fauna ibérica y a algo tan tradicional como es un juego de mesa.
No sé si lo conocen, pero la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente, en colaboración con una empresa juguetera, acaba de poner a la venta “El Juego de Félix Rodríguez de la Fuente”,  una especie de trivial con el que acercar el legado del naturalista a las nuevas generaciones, educándolas en el respeto y el amor a la naturaleza. Porque jugar en familia va más allá de pasar un buen rato juntos e incluso de aprender. Supone una oportunidad para compartir, implica un encuentro y fomenta la unión familiar, la confianza y el afecto.
Como todos los años por estas mismas fechas cercanas a la Navidad, la duda de qué regalar a un niño nos tiene desorientados durante semanas. Por primera vez yo ya sé lo que les voy a comprar a los míos. Ni Game Boy ni Play Station: El juego de Félix. Eso sí, con el compromiso de jugar con ellos y no hacer trampas. Entre otras razones, porque me hace ilusión que Félix vuelva a reunir a mi familia para hablar de bichos. 

Cancún y la comida sin fronteras | Gustavo Duch

Si la moneda con la que nos manejamos, el euro, tuviera como base los valores ecológicos (una fórmula podría ser un paralelismo con sus costes energéticos), la forma de ver y valorar nuestro consumo sería diferente y sorprendente. Veamos algunos ejemplos de la cesta de la compra ofrecidos por el estudio de Ingeniería sin Fronteras Cuando el olmo pide peras del que tomo datos para este artículo.

Cuando fuéramos a una gran superficie a comprar manzanas el precio del kilo estaría a unos 13 euros, mientras que si las adquiriéramos en alguna agrobotiga ecológica catalana no ascendería a más de tres. Tanta diferencia respondería a que, con mucha probabilidad, la manzana del súper procede de Chile, principal exportador de fruta fresca a nivel mundial. El encarecimiento es más que significativo y en este caso se corresponde en buena parte a los casi 14.000 kilómetros que las manzanas han tenido que recorrer. No es una cifra baladí, observen: si la población catalana evitara el turismo de estas manzanas viajeras se ahorraría energía suficiente para mantener la ciudad de Barcelona iluminada durante… tres años.

Si ahora comparamos un kilo de tomates producidos bajo plásticos en El Ejido (Almería) con tomates producidos en agroecológico en la provincia de Barcelona, aquí la diferencia de costes, además del kilometraje recorrido, deriva por la forma de producirlos. El kilo de tomates industriales costaría 11 euros, dado que con este modelo se gasta mucho combustible en las labores agrícolas, en fitosanitarios, en electricidad para el bombeo de agua, pero sobre todo en el uso de fertilizantes de síntesis elaborados a partir de petróleo. Los tomates ecológicos, a su lado, salen mucho más económicos, a dos euros, entre otras cosas porque usan fertilizantes naturales elaborados a partir de estiércol. Y otra vez la diferencia es de gran magnitud: según el promedio de consumo anual de tomates en Catalunya, «simplemente comprando tomates ecológicos cada persona podría ahorrar energía equivalente a 22 días de consumo de nuestro frigorífico».

Por último, veamos las diferencias entre apostar por una pequeña ganadería local donde la cría de los animales se sustenta en su propia producción de granos, y una producción industrial de cerdos que debe importar las materias necesarias para el pienso (cebada, maíz, sorgo y soja). Por un kilo de cerdo de la primera opción pagaríamos unos 7,5 de estos nuevos ecoeuros, y algo más de 24 ecoeuros por la carne industrial. Aquí los kilómetros que marcan esta gran diferencia no son tan visibles como en los dos primeros casos, pero están ahí: «Con la energía destinada a la producción y transporte para cerdos en Catalunya durante un año podríamos dar… ¡14.000 vueltas al mundo en coche!»

Sabíamos que el comercio de alimentos genera grandes beneficios para unas pocas multinacionales; sabíamos que como consecuencia los hábitos alimentarios en nuestras regiones han cambiado en apenas una o dos generaciones; sabíamos que en estos intercambios y especialización los países del Sur salen muy perjudicados; pero faltaba desvelar que este modelo alimentario global tiene unas fuertes implicaciones energéticas y una muy considerable contribución en la emisión de gases de efecto invernadero.

En concreto, si tomamos los datos del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), se estima que la propia actividad agraria es responsable del 22% de las emisiones de gases (similar porcentaje a las emisiones de origen industrial y más elevadas que las del transporte). Pero si seguimos pensando en el sistema alimentario al completo, como hemos visto con los ejemplos anteriores, debemos valorar también los gases emitidos en el procesamiento, transporte y distribución de alimentos, y la cifra asciende a un 41%, según el Informe Stern, o hasta un alarmante 57%, según los estudios de la oenegé Grain.

Y a pesar de tener constancia, a pesar de las intensas reclamaciones de los movimientos campesinos presentes en la cumbre de Cancún sobre cambio climático, nada de esto ha aparecido en los debates ni en las insuficientes medidas aprobadas. De hecho, Cancún vuelve a ser un reflejo más de encuentros internacionales que buscan soluciones parche que en nada puedan hacer tambalear las verdaderas causas, el modelo capitalista que calienta el planeta. Lo cual tiene una sencilla explicación: la política actual actúa (o se inhibe) sumisa al poder económico.

Mientras a nivel mundial esto no cambia, y frente a barbaridades ecológicas como consumir en Catalunya gambas cultivadas en Ecuador, procesadas en Marruecos y empaquetadas en Amsterdam, desde la ciudadanía catalana tenemos la opción de exigir a nuestras instancias políticas que potencien y favorezcan el consumo local, de temporada y ecológico. Patatas, tomates o carnes que refresquen tantos bochornos.

Jamón y medio ambiente | César-Javier Palacios


Siento un placer inmenso cada vez que disfruto de uno de esos “manjares de la tierra”. Productos donde, junto a su gran calidad, se une un manejo ejemplar del territorio basado en sistemas tradicionales. Me pasa especialmente con el jamón ibérico. Cada una de esas lonchas sabiamente extraídas al ritmo pausado del largo cuchillo no es tan sólo una bendición para los sentidos, supone consumir biodiversidad; consumo “del bueno”, pues con nuestra elección colaboramos de manera activa en la conservación de uno de los bosques más ricos del mundo, la dehesa.
Elegir cerdo ibérico es apoyar a la única ganadería porcina extensiva que nos queda en Europa, a una raza autóctona extraordinaria y, por supuesto, a esos ganaderos que mantienen árboles y animales en un estado ejemplar de equilibrio, haciendo uso de los mismos métodos ancestrales utilizados desde hace siglos por sus antepasados. Lo llamamos ahora desarrollo sostenible pero es, lisa y llanamente, sabiduría popular.
La dehesa, tal como la vemos, no es un bosque mediterráneo en sí mismo. Se trata de un agropaisaje forestal, la transformación de encinares y alcornocales en formaciones boscosas abiertas, capaces de lograr el perfecto equilibrio entre pastos y arbolado. Es por tanto un delicado paisaje cultural, tan enraizado a los hombres que si estos lo abandonaran desaparecería en muy poco tiempo. Y que comprende en su conjunto más de 2 millones de hectáreas en España, localizadas principalmente en el suroeste del país.
Los cerdos ibéricos mandan en este ecosistema seminatural. El secreto de su calidad se debe a una peculiaridad genética, la de almacenar grasa en el tejido muscular, clave del inconfundible sabor y textura de su carne. También resulta muy importante su crianza en régimen de semilibertad, peleando en el campo frutos y pastos con grullas o ciervos. Y por supuesto, necesita igualmente de la maestría del chacinero, quien sólo utiliza sal marina y esos aires tan limpios para secar la carne durante los muchos meses de tranquilidad necesarios para completar el proceso de curación.
Pero ojo, que no todo el cerdo ibérico viene de la dehesa. Volviendo al jamón, resulta importante que, como consumidores, sepamos diferenciar lo bueno de lo mejor y de lo exquisito. El gorrino rey es el criado en montanera o “de bellota”, nada que ver con el de recebo, que alterna pienso con bellota, o el de cebo, alimentado artificialmente.
El capricho de un buen ibérico no es barato, es verdad, pero estos homenajes gastronómicos que algunas veces nos damos saben aún mejor cuando conocemos la repercusión ambiental de nuestras compras. Y pocas veces la conservación de un bosque único ha sido más sabrosa.

La plaga | Gustavo Duch

Mejor es tener un vecino que agrandar el terreno (Campesino francés en ‘El retorno de los campesinos’ de Silvia Pérez-Vitoria)

Ya conocemos algo más de aquella lengua de entonces. Sabemos de palabras como he`fê que evolucionaron hasta nuestros días, siendo ahora -sin modificaciones de forma, sí de fondo- de uso común para nuestra civilización.  Hemos de saber también que aquel lenguaje de antes era de pocas palabras y muchos silencios, entre otras razones porque de muchas cosas no había nada que hablar.

No había que hablar de residuos, y palabras como basura o vertedero jamás existieron, porque todo se aprovechaba y nada se tenía que tirar. Los restos de las comidas alimentarían a las gallinas y cerdos del patio. Y lo que estos no aprovecharan, junto con sus excrementos, formarían el humus para cuidar y alimentar a la tierra, que agradecida devolvería alimentos verdes y saludables. Los utensilios que les facilitaban la vida eran imperecederos y siempre reparables o reusables. Las profesiones de Ingeniería del Invento, Tecnología de la Reparación y Peritaje en Reutilización eran muy bien consideradas.

Tampoco se conocían las palabras competitividad, propiedad, y mucho menos la propiedad privada. Las faenas del campo eran responsabilidad común y sus cosechas beneficios colectivos. La tierra, ese manto principio de todo, nunca tuvo dueños, ni tan siquiera era de todas y todos, pues las hijas e hijos no pueden ser dueños de su madre. El rio no era de nadie, y así había pesca para todos. El pozo no era de nadie, y daba a todos de beber. El bosque no era de nadie y quien quisiera en él podía recolectar y cazar. Las semillas saltaban de mano en mano, sin nombres porque nadie nunca las bautizó ni se las apropió.

No sabían de segundos, minutos, ni horas, ni prisas. Porque el tiempo pasaba con ellos sin ser el rector de sus vidas. El árbol crecía a su ritmo y la fruta maduraba libre, cuando y como quería. A los animales nadie les metía prisa -ni otras cosas- para que engordaran lo antes posible o pusieran huevos sin cesar, y siempre tenían suficiente de todo.

Con menos palabras y ricos en silencios ganaban momentos para charlar y convivir.