Nos recibe en su despacho, un pequeño bar-restaurante de Camelle, rincón gallego y marinero en la Costa da Morte. Las paredes se adornan con unas pocas fotografías del puerto en los años cincuenta y de aquél petrolero que en frente se partió. Despacho profesional, porque esa es su profesión, marinero de las profundidades.
Si recorres su cuerpo doblado como los eucaliptus de los montes que visten el cabo donde nació (nunca fue más lejos que A Coruña), observas muñones donde deberían existir sólo articulaciones. Delatan la dureza de la compresión/descompresión propia y repetida del oficio de buzo recolector de erizos de mar. Al levantarse para acompañarnos hasta la costa, el bastón que le ayuda, explica sin necesidad de ver, que los pies y rodillas estarán seguro en las mismas condiciones.
Paco con 57 años y tanta artrosis sigue activo. ―Me gustaría llegar a la edad de la jubilación para tener una pensión digna, ―nos explica. Aunque ―puntualiza― tengo un buen trabajo y soy rico pues dispongo en usufructo del Sol que sale para mí sin falta.
Alcanzamos el dique nuevo que un político clientelista ‘les construyó’. Paco quiere que conozcamos a su amigo Man (‘el Alemán’). Un pequeño y muy delgado ser que durante más de cuarenta años allí habitó, en una caseta frente al mar, sin nada excepto un taparrabos, millones de olas y rocas con las que hizo un jardín de ranas inmóviles, cangrejos gigantes de piedra o montañas cubistas, en ofrenda a la mujer amada.
Paco señala una roca teñida de negro y nos recuerda que en estos días se cumplen nueve años del chapapote, del Prestige, de las gaviotas muertas, de los hilitos de plastilina y de una crisis que Mariano Rajoy ―ese que dice nos sacará de la crisis, no supo resolver. Y las crisis ecológicas ―esas nos afectan ahora y después.
Man decidió morirse el día de los Inocentes del 2002, pocos días después del gran vómito petrolero del Prestige. ―Sus esculturas ―dice Paco― adoptaron un color negro muerte que él, inocente, no imaginó jamás.
17 nov 2011
12:56
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