Cinco ingredientes y una receta | Gustavo Duch

Con sólo cinco ingredientes, ni uno más ni uno menos, cualquier empresa de restauración colectiva que se precie, cualquier cocinero o cocinera con habilidades suficientes, tiene bastante para organizar menús, de lunes a viernes, sin tener que repetir ni un solo plato, fíjense:

Ingrediente 1: Los precocinados. Varitas de pescado, buñuelos de bacalao, crestas de atún, croquetas de cualquier cosa. Para las empresas es un plato de bajo coste. Para la cocina una bolsa que sólo hay que freír. Alimentos de diseño, que como plastilina se moldean en todo tipo de formas y figuras.

Ingrediente 2: Las ensaladas. Apunten la receta: «se corta un iceberg (esa bola compacta de hojas lechuguinas asfixiadas en plástico), abrimos unos botes de zanahoria rallada, otros de remolacha rallada y añadimos unas frescas latas de maíz y aceitunas». Ya tenemos el arcoíris completo, verde, naranja, rojo, y amarillo. Si a tanto deslatado queremos darle un punto de frescura, venden unos tomates de invernadero a precios asequibles todo el año. El cocinero abrelatas tiene que ser muy cuidadoso (¡es un trabajo peligroso!) para no ensangrentar los platos.

Ingrediente 3: La carne. La ganadería industrial alimentada con soja transgénica nos permite introducir kilos de proteína animal que, dicen, es imprescindible para nuestras animales digestiones. En cocina, a primera vista, esas hamburguesas color pantera rosa, parecen un poco extrañas, pero cuando los comensales la encuentran bajo un mar de kétchup, ni por mucho que se fijen observarán sus costes ecológicos y sociales.

Ingrediente 4: El pescado. Hablar de pescado en la cocina de una colectividad es ser exacto y preciso. Porque sólo un pescado traspasa las puertas: la panga o pez bagre, que después de un viaje en contenedor, que nos los trae desde contaminados ríos en China o Vietnam donde son criados, aparecen en el mármol de la cocina perfectamente laminados. La cocinera los mira, no los conoce; se imagina que forma tendría en estado vivo, no lo sabe; pregunta a su madre, -¿has cocinado esto alguna vez?, la respuesta es nunca; pues venga, vuelta y vuelta.

Y por fin, el ingrediente número cinco, la verdura.Fundamental, todas las propuestas nutricionistas hablan de la importancia de las verduras para las niñas y niños, para pacientes de hospital, para la tercera edad. Así que, como buen enfermero que se preocupa por la salud, el cocinero coge las bolsas de verdura congelada y destemporizada, las agita delicadamente, y a la olla. La salud, como las patatas y guisantes, se mantendrá bien conservada.

Así son, en la mayoría de casos los menús de muchas familias, y las dietas en muchos comedores colectivos (colegios, hospitales, geriátricos, etc.). La imposición de un modelo agrícola intensivo y globalizado ha caminado de la mano de la imposición de un modelo de consumo homogeneizado. Es decir, en la misma medida que las gentes del campo han ido viendo desaparecer su soberanía en la producción, toda o casi toda la población consumidora ha ido perdiendo su soberanía en el consumo.

Por eso es importante conectar ambas realidades y tejer alianzas entre el campo y la ciudad. Si queremos una alimentación sana, justa y de calidad necesitamos a la pequeña agricultura agroecológica –la única capaz de ofrecernos dichos alimentos. Si las gentes campesinas quieren vivir de su trabajo y producciones, con dignidad y suficiencia, necesitan de población consumidora concienciada y responsable. Una alianza para recuperar un derecho fundamental: la soberanía alimentaria.

Los chiflados | Gustavo Duch

Les llamaban ‘los chiflados’ desde hacía muchas décadas, y más de un siglo. Otros eran ‘los bermellones’, no por sus vinculaciones políticas sino porque en esa familia nacían bastantes bebés pelirrojos; la familia de la plaza eran ‘los sarus’ porque la bisabuela Sara mandaba mucho más que el  varón de la casa, rompiendo los cánones patriarcales; Carolina y sus hijos, todos dedicados a la huerta eran ‘los mugres’ por su ropas de trabajo… Y así todas las gentes de aquella comarca asturiana andaban bautizadas antes de nacer.

Según el censo y las estadísticas de la Unión Europea estaban atrasadísimos. Eran pobres ‘per cápita’, en municipios pobres, de regiones desfavorecidas, lo que les calificó para recibir apoyos en forma de proyectos de desarrollo rural, cooperación incluyente y otras brillantes ideas. Pero ni así. ‘Los chiflados’ y el resto de vecinos y vecinas de la comarca parecía que se esforzaban en no despobrecerse. Un manchurrón en los mapas institucionales.

Fue cuando llegaron los vientos modernizadores que se quedaron descolgados del progreso y el desarrollo. Les pareció que aquello de cambiar huevos, acelgas o calabazas por unos papelitos verdes y marrones con números y unas caras desconocidas no tenía ningún sentido. Y más aún, sospecharon que no podía ser bueno, así que decidieron seguir con sus costumbres amonetarias.

La cosecha del hortelano la cambiaba por las gallinas y la leche del ganadero. El dueño de las gallinas cambiaba huevos por aceite en el molino. Los salmones que pescaba el cura le permitían comer carne cuando no alcanzaba con las limosnas ni la dote del obispado. Con la doctora era sencillo, el equivalente a un cerdo anual en carne y embutidos daba derecho a todas las visitas, purgas y consejos que recetaba. Sólo para algunas cosas, como los libros de la escuela, les obligaba a recurrir al uso del dinero. Entonces el tendero del pueblo les pagaba su miel, galletas, empanadas o pimientos en conserva con esos papelitos. ‘Los chiflados’ tan locos eran, que los dineros que no necesitaban pero tenían, los guardaban bajo los colchones. No vieron nunca con buenos ojos eso de las cajas de ahorro y bancos.

Y así, siendo chiflados y pobres de remate,  llegaron los tiempos de la globalización alimentaria y el poder financiero. Y como una isla, quedaron rodeados por todas partes de crisis y crisis. La economía sin préstamos no caminaba, las familias sin sueldos poco podían comprar, y el Estado en déficit y quiebra rota nada podía ofrecer. En las ciudades necesitaban del grano producido a miles de kilómetros y el resto de comida la producían –congelada o enlatada- industrias en suspensión de pagos.

En aquella tremenda crisis, donde el paro agarró a más de la mitad de la población, donde los ahorros se esfumaron o perdieron valor y donde los médicos ya no sabían curar sin medicamentos, la vida chiflada… fluyó como siempre, intercambiando verduras, ganado, esfuerzos y saberes, todo de fabricación local, al mismo ritmo natural de siempre.

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Las crisis económicas y de los dineros, aunque parezca una contradicción o una chifladura, sólo pueden resolverse con propuestas antieconómicas, como el decrecimiento, el buen vivir o la soberanía alimentaria, que nacen con la recuperación de valores humanos olvidados. Donde existe apatía pongamos entusiasmo; donde manda la competitividad coloquemos la solidaridad; si todo es dominación demos paso a la participación; y pongamos fin al reinado de la productividad para alcanzar fertilidad social. Cambios que nos permitan a su vez enfrentar con garantías las próximas crisis que ya asoman tras las esquinas y, que sí y mucho, nos deben preocupar: la crisis climática y energética.
‘Ya no hay locos’ –decía León Felipe. Ese es el problema, ya no quedan chiflados.

El jefe de la mafia | Vicent Boix

¿Ha escuchado alguna vez la expresión “república bananera”? Seguro que sí. Incluso la habrá utilizado en algún momento para referirse jocosamente a una persona, situación o estado, más propios de un chiste que de la realidad. Ahora bien, lo que tal vez no sepa es que fue un escritor norteamericano, William Sidney Porter (O’Henry) quién en 1904 acuñó dicho término en su libro “Cabbages and kings” (“coles y reyes”).

Su biografía es muy curiosa. William laboró en un banco hasta que fue acusado de un desfalco. El día antes de su detención huyó de la justicia y sus huesos recalaron en la caribeña Honduras. Allí pasó unos años conociendo las peculiaridades y contradicciones tanto de los nativos como de unos emigrantes -yanquis sobre todo- que en aquellos lejanos parajes buscaban tejer su particular “sueño americano”. Una enfermedad de su esposa le obligaría a regresar premeditadamente a su país donde fue apresado.

La convivencia con criminales de diferente pelaje y su estancia en Honduras, inspiraron una floreciente carrera literaria que inició con “coles y reyes”; en donde brillante y sarcásticamente recrea la vida en el pequeño estado centroamericano. O’Henry fallecería en 1910 sin saber que la influencia de las transnacionales fruteras que inocente, graciosa y ficticiamente plasmó en su libro, con el paso de los años se convertiría en una cruel y triste realidad para los países de la región. 

Mientras él estaba encarcelado, en Honduras desembarcó un compatriota suyo, Sam Zemurray, quién se convertiría en magnate bananero por antonomasia y líder intelectual del “republicanismo bananero”. Llegó a controlar cientos de miles de hectáreas de bananos, medios de transporte, de comunicación, y sus tentáculos se expandieron por diferentes sectores productivos de varias naciones. Se acercó sigilosamente a políticos, dictadores y militaroides locales, a los que, dependiendo de las circunstancias engatusó, presionó, traicionó o tuvo en nómina. Dos veces de alió con mercenarios para orquestar sendos golpes de estado y su avaricia por controlar la tierra originó que tres países tuvieran disputas territoriales. Su trayectoria y visión del mundo se podría resumir en una frase que solía repetir: “En Honduras un diputado en más barato que una mula”.

A bote pronto, puede parecer que estos personajes forman parte del pasado exótico de naciones lejanas. Pero con el reciente póker de crisis (financiera, económica, ecológica y alimentaria) la historia parece volver a repetirse, al menos en sus capítulos más estrambóticos y deleznables.

Se sabe que los precios de la comida han aumentado, como sin duda crecerá la demanda de alimentos y agrocombustibles en un mundo que ya soporta a 7000 millones de habitantes. Los fenómenos extremos asociados al cambio climático (inundaciones, sequías, etc.) están alterando los patrones productivos agrícolas lo cual genera más incertidumbre. Y en lugar de buscar luz en este global desaguisado alimentario, algunos lo que han visto es un gran negocio. Ya se ha escrito sobre el reciente fenómeno del acaparamiento de tierras, por el cual inversores y estados han comprado o arrendado grandes superficies de terrenos especialmente en África, con el objetivo de poder controlar la producción futura de alimentos y sobre todo de agrocombustibles. Este acaparamiento ha originado que decenas de miles de personas hayan sido ya expulsadas de sus tierras y despojadas de sus medios tradicionales de subsistencia.

Entre toda esta fauna financiera, hay un personaje más propio de las novelas de O’Henry, pero que además de ser real, aspira sin complejos a suceder a Zemurray. Se trata de Philippe Heilberg, presidente de Jarch Capital, un fondo de inversión neoyorquino que está interesado en arrendar 800.000 hectáreas en Sudán del Sur (el estado más joven del mundo desde que se independizó en julio de 2011).

En su propia web, Jarch Capital reconoce que apuesta por las oportunidades de inversión en países débiles de África que pueden sufrir modificaciones en sus fronteras. Dicho de otra manera, Jarch se acerca cuidadosamente a las zonas en tensión, permanece a la expectativa y cuando finaliza el conflicto intenta penetrar para aprovecharse del nuevo y flagelado escenario político. Así hizo en Sudán del Sur. Primero estableció contacto con Paulino Matip, militar señalado de numerosas atrocidades durante la sempiterna guerra civil. Luego esperó los acontecimientos y ahora tocar recoger los frutos. El militar ya ocupa un cargo relevante en el nuevo estado y trabaja de intermediario y “asesor” para Jarch Capital.

Heilberg ha reconocido en los medios que olisqueó el dinero tras el desmembramiento de la Unión Soviética, y se dijo a sí mismo que la próxima vez estaría dentro. Ya se alió con personajes de dudosas credenciales en Etiopía, Nigeria y Somalia. Pero no se avergüenza. Se ve así mismo como un visionario y sin titubear afirmó en una revista que “Esto es África (…) Todo es una gran mafia. Yo soy como un jefe de la mafia.”.

Vicent Boix es investigador asociado de la Cátedra “Tierra Ciudadana - Fondation Charles Léopold Mayer”, de la Universitat Politècnica de València. Autor del libro El parque de las hamacas.