Vida para nuestros pinares | Guadalupe Fernández de la Cuesta

En la sierra respiramos aires festivos por cada poro de nuestra piel. Las casas habitadas abren sus postigos a las calles donde los niños entretienen sus vacaciones con juegos a la intemperie y los jóvenes apandillados lucen su frescura y sus ganas de comerse el mundo. Una imponente carga de energía vital cabalga por entre las nubes hasta remotos despachos alfombrados de sombras alargadas.

Los pinares y campos, mudos y sombríos en el invierno, comparten su aliento con los incansables andarines y ambos evocan sus nombres y apelativos. La simbiosis con la tierra que amamos nos brinda una tibia esperanza por el futuro de nuestros pueblos cargados de vida autóctona en estos benditos veranos de temperaturas amables y cielos de cuento.

Nuestras gentes no navegan por la corriente de la rutina oteando sus márgenes sin otro quehacer que voltear una mirada indolente y perezosa por los excepcionales parajes que nos rodean, sino que, incansables, promueven múltiples iniciativas ingeniosas y de gran calado para apuntalar una población que, al menos, no eche el cerrojo definitivo a la vida de los pueblos envejecidos. En los pinares se van tejiendo paulatinamente oscuros entramados de abandono. Es la crisis económica, pienso mientras observo el monte tapizado de pinos tronchados, varas abatidas y laderas despanzurradas, materializado todo ello por los temporales del invierno y alguna tormenta veraniega. Algún día remitirá… Escucho el lamento de mis pasos que deambulan por caminos imposibles. 

No hace tanto tiempo que los rumores de la sierra traían aires próximos y familiares: Se hacía limpieza de montes; subasta de leña; entresaca de varas… Entendemos el pinar como una prolongación de nuestro hogar y así lo cuidamos: Nunca se propagó un incendio de colosales dimensiones porque al fuego se le arranca todo su poder destructivo apenas se vislumbra una espiral de humo en el horizonte. Sin conflictos, todos a una, labrando cortafuegos con las herramientas que da la firme voluntad de apagar las llamas y no entregar ni un pino más al fuego. Somos sus dueños y ellos nuestros fieles servidores.

Será la crisis. Claro. ¿Y como se gestiona esta bendita crisis? Andan demasiado lejos de las zonas rurales los despachos del gobierno autonómico, las preocupaciones de los políticos, los entresijos burocráticos y las competencias arbitrarias.

Hace un par de años –cito un ejemplo- se declaró “Parque Natural de las Lagunas Glaciares de Neila” a todo su término municipal con las fotos mediáticas oportunas. Entre otros objetivos se enumera como una opción prioritaria la creación de puestos de trabajo en la localidad. Desde la otra punta del mapa de la provincia de Burgos acude cada día un equipo de personas que hacen trabajos en el monte cuando en el pueblo hay vecinos apuntados al paro. ¿Cuestión de competencias? ¿De imagen? Creo que, cada vez más, las decisiones dependen en mayor grado de la Junta sin contar con los Ayuntamientos y vecinos.

Llevo tiempo dando vueltas a una maldita premonición que se sustenta en todo el potencial económico que puede generar el desarrollo y comercialización de la “Biomasa”. Los mandamases de la Administración están viendo un gran negocio en los pinares cuando remita la crisis. De este negocio los habitantes y empresas autóctonas no verán nada. Lo ideal para los cuatro amigos de turno serían los municipios despoblados y sin resistencia. ¡Qué pesadilla!

Se oye el bullicio de la chiquillería en la calle. Me voy.

Cerrado por caos | Gustavo Duch

Las noticias ya no daban cifras del paro, daban cifras de mortalidad infantil; no se hablaba de recortes en sanidad, se huía de las epidemias y se traficaban medicamentos y vacunas; no se protestaba contra los barracones que hacían de escuelas pues mucha gente malvivían en barrancos o vertederos bajo lonas de plástico.

Será terrible, la crisis de la deuda financiera acabará con el Euro como moneda única, y con el dólar y el yen como monedas arrogantes. Volveremos a las monedas nacionales que una a una también irán pereciendo, así que no quedará más que recuperar las monedas locales sin ningún valor en bolsa, los bancos de tiempo o cualquier otra forma de trueque humanizado. Sin dinero, será terrible, y los ricos no serán ricos y los pobres no serán pobres.

Cundirá el pánico, se acabará el petróleo y sus derivados que mueven el mundo, y que por todo el mundo mueven toneladas de mercancías. Se acabarán los viajes low cost, los alimentos exóticos y lamentablemente volveremos al ritmo perezoso de los animales tirando de carros, las bicicletas a pedales o la vela al viento. Sin gasolina, qué miedo, se correrá menos y se respirará mejor.

Quebrarán muchas empresas transnacionales que han apostado fuerte a la globalización. Sin pescanovas, campofrios o monsantos nada habrá en las neveras de mercadonas o walmarts. Cerrado por caos, pondrá en los letreros. Y ¿qué comeremos sin la industria alimentaria? Suficientes, variados, frescos y sanos alimentos que las redes y cooperativas sin lucro proveerán de pequeñas campesinas y campesinos.

El sistema se derrumbará completamente arrastrando con él la sanidad y la educación pública y nos indignaremos con motivo. La vida en las ciudades será complicada. Fábricas desahuciadas, centros comerciales abandonados y los índices del paro subirán y subirán. Sin nada que hacer, se empequeñecerán las ciudades al marchar parte de sus gentes a los pueblos de antes. Con menos urbanidad y más ruralidad se harán economías productivas sencillas y sostenibles, se prestarán servicios comunitarios con las mejores vocaciones ejerciendo, y la comunidad dará respuestas, calor y alegrías.

Nos esperan muchos más sobresaltos. Los asilos no aceptarán almacenar vejez como restos de serie, y se convertirán en universidades de la recuperación del saber. En el espejo nos veremos cambiados porque nos reconoceremos mejor. Y en las calles o comedores populares encontraremos amistades, como el que no quiere la cosa, sin darnos ni cuenta.

El fin de un capitalismo insoportable nos da miedo porque no sabemos (aún) que sin él inventaremos comunitarismos que nos harán vivir mejor.

Tanzania, tras las huellas del pasado | Rosa M. Tristán

Cuando se aterriza en el aeropuerto de Arusha, puerta de entrada a los grandes y emblemáticos parques nacionales de Tanzania, lo primero que de divisa, si las nubes lo permiten, es la impresionante cumbre del Kilimanjaro, un gigante de casi 6.000 metros al que los motores del norte han hecho perder su blanca capa de nieve.

Arusha, sin embargo, decepciona, como tantas otras ciudades africanas en las que el caos del tráfico, construcciones sin orden ni concierto y suciedad se confabulan para que los viajeros salgan corriendo en busca de ese otro mundo que les espera a pocos kilómetros, el lugar en el que nuestros ancestros dieron sus primeros pasos.

Nada me sorprende que Félix Rodríguez de la Fuente se quedara prendado de la exuberante naturaleza de este país africano, que tiene algunas de las reservas más fascinantes del continente. Nombres como Ngorongoro o Serengeti evocan por si solos un mundo de aventura que no logran romper las masas de turistas apiñadas en los 4x4,.

Dos veces he tenido la suerte de visitar este país. La primera, realizando un safari que, como este viaje de la Fundación, salió de Arusha. No conozco la reserva privada de Sinya. Mi primera parada fue en el Parque Nacional de Tarangire y mis primeros animales salvajes, una familia de elefantes que se estaban bañando, rebozados en barro, después de que la matriarca del grupo le buscara el camino más seguro. Aquellos gigantes forman parte de los centenares de paquidermos que el norteamericano Charles Foley lleva décadas investigando y gracias a ellos ha descubierto grandes paralelismos entre su comportamiento social y el de los seres humanos.

Allí, frente ellos, fue donde realmente inicié un viaje que ,por pistas polvorientas, baches y continuos cambios de temperatura, permite asomarse por una inmensa ventana al pasado, al momento en el que en la Tierra decenas, cientos, miles de especies, del escarabajo al león, se paseaban sin riesgo a un atropello, a un disparo, al confinamiento en una jaula, por más que sea de oro.

El primer vistazo desde la orilla al cráter del Ngorongoro no puede dejar indiferente. Ya antes de bajar por sus escarpadas paredes se intuye a sus habitantes. Cebras, hienas, leones, hipopótamos, rinocerontes, búfalos… y elefantes tan grandes que arrastran sus colmillos. Les llaman los ‘aradores‘, y con razón.
Sólo pensar en lo que espera más adelante incita a abandonar tamaña concentración de animales. Siguiendo ruta, es necesario, imprescindible, parar en el Museo de Olduvai (Oldupai, para los nativos) para que ese retorno histórico adquiera sentido. Si hay tiempo, cómo no acercarse al centro español de investigación que el Instituto de Evolución en África (IDEA) abrió el año pasado en la famosa Garganta, el lugar con más yacimientos con restos de humanos del planeta, Patrimonio Mundial de la Unesco.

Fue el proyecto que un grupo de investigadores españoles y tanzanos mantiene en Olduvai el objeto de mi segundo viaje. Bajo la dirección de Manuel Domínguez-Rodrigo, Enrique Baquedano y Audax Mbulla, y siguiendo los pasos de la familia Leakey, los españoles están encontrando fósiles fascinantes, de hace entre uno y dos millones de años, que nos ayudan a conocer cómo éramos cuando un buen día nos erguimos sobre dos piernas y comenzamos a caminar…. Cuando el cerebro aumentó… Cuando empezamos a fabricar utensilios de piedra.
Los masais que viven cerca de la estación científica IDEA tienen unas bomas (poblados) mucho más míseras que los que viven al borde del camino a Serengueti. Allí no llegan los turistas que compran sus llamativos collares, ni donaciones para escuelas o dispensarios. Al verles pastorear sus cabras entre gacelas, tal ágiles y delgados, es fácil imaginárselos cazando con la lanza al hombro, esquivando lelones. Sobreviviendo.

Pero de nuevo hay que seguir ruta… y dejando atrás a los paleontólogos, observados de cerca por una manada de jirafas, pronto se llega a la entrada al gran Parque Nacional de Serengeti, una reserva única que logró salvarse este año de un proyecto infame: el Gobierno tanzano pretendía cruzarlo por el norte con una autovía que iba a enlazar Arusha con Musoma, el recorrido que atraviesan las grandes migraciones anuales desde Masai Mara (Kenia).

Recuerdo aquí las palabras que escribí en mi primera noche junto al río Seronera, donde instalamos el campamento: “Me siento como John Speke camino del Lago Victoria. Pero él atravesó esta inmensa sabana en burro, y yo en camión. Atrae y aterra al mismo tiempo pensar que estoy rodeada de hienas, que escucho desde la cama el rugido del león, que pudiera haber una estampida de búfalos que se lleve la tienda por delante. Y, sin embargo, ahora mismo no cambiaría este momento por nada. Algo así imagino que sentiría el explorador británico”.

Aún tengo grabada la imagen del explosivo amanecer del día siguiente, un incendio en el cielo en el que se recortaba una leona despertando a lametazos a sus cachorros. En el camino, cientos de ñus que se dirigían a beber al río,mientras el guepardo se desperezaba bajo una acacia.

Por delante, horas de búsqueda al lento ritmo de la vida salvaje, escrutando el horizonte, recreándonos de la belleza o impactándonos con la brutalidad de una escena de caza… En definitiva, aprendiendo a no olvidar que allí están nuestro orígenes.

Imágenes de Rosa M. Tristán:
1. Un niño masai con un bifaz de hace más de un millón de años en la mano.
2. La autora de este post excavando en Olduvai