Necesitamos dos planetas, pero sólo tenemos uno | César-Javier Palacios


Cada dos años, el Informe Planeta Vivo de WWF nos sume en una deprimente preocupación.  Como sabéis, este informe hace una evaluación bianual sobre la situación de la biodiversidad global y el estado de la fauna y flora de todo el planeta. Y cada estudio resulta peor que el anterior.
Según WWF, la salud global de los ecosistemas ha disminuido un 30%, con lo que la pérdida de riqueza natural se mantiene constante y al mismo ritmo insostenible de los últimos 40 años. Además, la huella ecológica, es decir, la demanda de la humanidad sobre los recursos naturales, ha aumentado más del doble entre 1961 y 2007.
La población española necesitaría a día de hoy 3,5 Españas para mantener su actual nivel de consumo. Aunque no es el nuestro un hecho aislado. Ocupamos el preocupante puesto número 19 entre los países del mundo que más presionan sobre la biodiversidad, una triste lista encabezada por Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Dinamarca, Bélgica y Estados Unidos. En realidad todos nos pasamos. La población mundial utilizó el equivalente a 1,5 planetas para abastecerse en el año 2007. De seguir así, la humanidad necesitará 2 planetas en 2030 y casi 3 en 2050 para satisfacer sus demandas. Y el problema, el grave problema, es que tan sólo tenemos un planeta. Las cuentas no salen.
¿Es posible reducir nuestra huella ecológica?
Es muy difícil, pero no imposible. La solución pasa por lograr un cambio radical de nuestro modelo de consumo en todo el planeta, precisamente en sentido contrario al actual. No se trata de cambios radicales y violentos. Se trataría tan sólo de modificar nuestros hábitos hacia unos gustos más saludables para el medio ambiente y, curiosamente, también para nuestro organismo e incluso para nuestra economía.
Uno de los grandes retos de la humanidad pasa por lograr algo tan sencillo como reducir el consumo de carne y productos lácteos en el mundo. Con una reducción del 9% en estos productos se conseguiría que la huella ecológica fuera un 35% menor. La actividad agropecuaria es responsable de entre el 12 y 14 por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero debido a excrementos y flatulencias (metano). Paralelamente, la cría intensiva de animales contribuye indirectamente al calentamiento global al promover la deforestación de selvas para dejar sitio a los pastos. Frente a ello, los productos vegetales contribuyen al mantenimiento del paisaje y el paisanaje rural, son cercanos y muy sanos, especialmente los de cultivo ecológico.
No se trata de ser vegetarianos, pero sí de ir modificando nuestros hábitos. Por el bien de nuestro planeta y de nosotros mismos.

La tabla del dos | Gustavo Duch

Nací sorda, no me gusta hablar con mi voz, que no oigo, porque me miran raro. Hablo con mis manos, en la lengua de signos que se oye con los ojos. Porque hablo otro idioma, me llaman discapacitada. Nací mujer, de nacimiento y pensamiento. Veo muy bien y veo que me miran mal, a veces por estar callada, otras veces por ser mujer. Así que, discapacitada y mujer, muchas veces me siento doblemente pisoteada.

Cuando el viejo murió mi hermano, dos años mejor, se quedó con las vacas, las tierras y el caserío, que eso era todo el reparto. En la conversación entre mi hermano y mi madre entendí el porqué: la tradición de los hombres y las leyes –hechas por los hombres- discriminan a las mujeres. Me sentí y  fui despreciada por partida doble.

Mi hermano, bien pronto -tan pronto como pudo- vendió las vacas y la tierra, y ya no sabemos más de él. Vivo con mi madre, en un pueblo hueco, con dos gallinas viejas ya muy duras para el caldo. Total que somos un equipo de cuatro hembras no productivas y fuera de la economía, lo más parecido a no ser nada. Rurales y mujeres, por dos veces olvidadas.

Decidí que sería campesina. A madre le pareció bien. Con caricias le cuento cuentos a la tierra, la mimo y ella me responde. Abrazo a los frutales que me avisan cuando llega su parto. Porque soy campesina y mujer, dos veces madre.

Este año la fruta se paga muy mal, la de mis frutales también. En el sindicato explican el problema: las manzanas, peras o kiwis que llegan de otros países no incluyen los costes laborales, ni sociales ni ecológicos. Allí, son las manos y el esfuerzo de mujeres, niñas y niños, quienes riegan, podan y recolectan a cambio de miseria, maltratos y violaciones.  Me parece una injusticia sobrevivir en un modelo que pone a competir la mano de obra de aquí con la de allí.  Y salgo a las movilizaciones que en el Sindicato han organizado. Mi pancarta chilla tan lejos y fuerte como las de los demás. Mujer y combate, el doble de coraje.

Ahora quiero tener voz en las reuniones con el resto de compañeras y compañeros. Pero no alcanzo a que me vean, a que me oigan. ¿Por mi lenguaje? No, por ser mujer me hicieron invisible. Mujer más aspiraciones, resultado: menos dos

Sigo sin hablar pero sé contar. Y cuento que el patriarcado y el capitalismo multiplican por dos las dificultades de vivir en este mundo.

Los ojos nuevos | Guillermo Rancés

Tuve la suerte de las varias veces que a fui a Doñana algunas fueron en compañía de niños. La primera con mi hijo Manuel y el emblemático fotógrafo de ese entorno Antonio Camoyán, otras coincidí en el miradero del Acebuche con grupos visitantes y siempre me fascino su entusiasmo, hasta tal punto, que me animó a escribir un relato, aun inédito, sobre la visita de unos escolares al Parque Nacional. El relato es largo y detallado pero me inspiró el siguiente poema con el mismo título: Los Ojos Nuevos.

“Ojos Nuevos que se abren 
sobre horizontes de agua 
y que observan los rebrillos 
de mares, lagos y algaidas. 

Ojos Nuevos, limpios, puros, 
que curiosos desentrañan 
panorámicas de bosques,
campos, valles y cañadas. 

¡Cuantas serenas verdades 
descubres con tus miradas! 
las que suceden al día 
Ojos que nacen del alma. 

Lo nuevo, que siempre es nuevo, 
cobra vida en tu mirada 
partiendo de la inocencia, 
de la verdad sin pantallas. 
Yo quiero que ellos ayuden,
a mi mirada cansada,
a descubrir como el mundo 
se estrena cada mañana.

Como generar la risa 
y el asombro que deparan 
la limpieza de esos Ojos 
que ven…  y no juzgan nada. 

Ojos Nuevos que superan 
las realidades amargas 
que purifican el mundo 
serenando nuestras almas.

Cuando visitemos cualquier espacio natural, olvidemos prejuicio e ideas preconcebidas, y enfrentémonos a él, con la mirada limpia, con unos Ojos Nuevos.

Sobreexplotación | Miguel Martín Álvarez

¿Qué número máximo de seres humanos podría albergar la Tierra de manera que cada individuo tuviera la oportunidad de disfrutar de calidad de vida? ¿Qué grado actual de sobreexplotación soportan los mares y océanos del planeta? ¿Hasta qué punto es razonable que sigan creciendo indefinidamente las ciudades? ¿Se puede estudiar cuál es el balance beneficio-perjuicio de la cada vez más extensa red de infraestructuras viarias? ¿Podemos asegurar que nos encontramos inmersos en lo que sería la sexta extinción masiva de especies? Ninguna de estas preguntas es fácil de responder a la luz de la ciencia, pero todas tienen un denominador común.

Por un lado no es fácil obtener datos, por ejemplo, del número de especies en peligro o extintas. La mayoría de los mamíferos son asequibles a esta investigación. Bien, pero los mamíferos constituyen una parte ínfima del total de la biodiversidad terrestre y no son un pilar básico de su estructura. ¿Y las millones de especies fundamentales para la vida en la Tierra que suman hongos, nematodos, insectos, moluscos, bacterias, algas… cómo podemos valorar su estado actual? A día de hoy los biólogos conocen una mínima parte del número, la diversidad y el complejo entramado de relaciones (mutualismo, parasitismo, dependencia, etc.) de las especies que viven en la Tierra. Se estima que compartimos el planeta con unas 7 millones de especies, aunque otros estudios hablan de más de 15 millones (sin contar los microorganismos). Las que han descrito los taxónomos no llegan a 2 millones.

Si hablamos de los océanos también nos perderemos en nuestra ignorancia. ¿Qué sabemos de buena parte de los organismos bentónicos o de los que viven en las profundidades oceánicas? La mayoría de los organismos conocidos del mar viven como máximo a unos pocos cientos de metros de profundidad. Pero la profundidad media en los océanos es de unos 4 km.

Sin embargo, sí podemos asegurar que la sobreexplotación de las especies comerciales –y las asociadas no comestibles que caen en las mismas redes- es un problema acuciante. Los barcos tienen que faenar cada vez más lejos y a más profundidad porque los bancos de pesca habituales están esquilmados. Actualmente se cree que la acuicultura puede ser el remedio al problema. Pero no, lo agrava. Estas factorías necesitan generalmente utilizar pienso hecho de pescado para poder alimentar a la especie comercial. Y la ecuación es fácil: la mayoría de estas especies –como el salmón- consumen más kilos de pescado que los que producen.

Da la impresión que los seres humanos nos hemos especializado en obtener escasos beneficios a costes muy altos. Las leyes del mercado nos dicen. Pero es una fórmula que no encaja en la naturaleza. Cualquier organismo en la Tierra lo sabe. Si lo que obtengo me supone menos energía que la que utilizo para adquirirlo no tengo posibilidades de sobrevivir. 

En nuestro fuero interno sabemos que estamos haciendo muy mal las cosas. Cualquier investigador en un laboratorio sabe que la población de un cultivo muere si alcanza niveles de crecimiento exponenciales. La falta de alimento y los metabolitos de deshecho acaban con la población. La sobreexplotación de la Tierra es un hecho. Cuantificarla no es tarea fácil, sin embargo contamos con las suficientes variables que nos sugieren claramente que hay que realizar un cambio radical de rumbo. Cuanto antes.

Lo que Gaspar, el buitre sabio, no sabe | César-Javier Palacios


Gaspar, el buitre sabio, nos dejó asombrados. ¿Lo recordáis? Félix Rodríguez de la Fuente lo cogió del nido cuando aún no sabía volar y lo crió en cautividad en un pequeño cercado del cañón del río Dulce, su habitual plató de grabación. Quería hacer con él un experimento. Comprobar que el alimoche tenía una prodigiosa memoria genética, aquella con la que se nace y nadie te enseña. Saber si era capaz de romper huevos de avestruz arrojándoles piedras como hacen sus congéneres en África, a pesar de que nunca había visto uno de estos huevos ni a nadie usando tan específica técnica. Resultó un éxito. Tanto que casi 40 años después de emitirse el documental donde se veía a Gaspar empeñando en romper el gran huevo a pedradas, no hay nadie en España que lo haya olvidado.

Pero Gaspar guardaba otro secreto al que, si Félix Rodríguez de la Fuente viviera, habría dedicado otro espectacular documental: la aventura de su migración. ¿A dónde van los alimoches cuando llega el otoño?
Hasta hace poco lo ignorábamos. Apenas sabíamos que cruzaban el desierto del Sahara camino de sus cuarteles de invierno. Pero hoy las nuevas tecnologías han desentrañado el misterio. Los alimoches europeos pasan el invierno en el Sahel, especialmente en un área no muy extensa situada entre Mauritania, Mali y Níger. Incluso contamos con un gran hermano tecnológico para conocer, minuto a minuto, su espectacular periplo de ida y vuelta.

El viaje del alimoche no es el nombre del documental que Félix habría rodado. En realidad es un precioso proyecto puesto en marcha por WWF con el apoyo de la Fundación Biodiversidad, enmarcado dentro del amplio programa de actividades de conservación dedicado a uno de los buitres más amenazados del mundo. A través de una moderna plataforma multimedia interactiva se pretende acercar a la sociedad los misterios y peligros de la blanquinegra necrófaga. Podemos así compartir el vuelo de Duna, Trigo, Vega y Sahel, los cuatro alimoches a los que se les ha colocado sendos equipos de seguimiento por satélite, mientras recorren los 3.000 kilómetros que separan su vida de invierno y la de verano. Gracias a esta tecnología descubrimos cómo ese instinto atávico que llevan incrustado en los genes les permite cruzar Europa y África camino de un lugar, abundante en comida, en el que nunca han estado. Si consultáis la página web http://www.elviajedelalimoche.com/ veréis que los cuatro ejemplares utilizan la misma ruta para llegar al mismo sitio, después de cruzar el estrecho de Gibraltar, las montañas del Atlas y el terrible desierto. No necesitan ni brújulas, ni mapas, ni seguir a nadie. Sencillamente, lo saben.

Lo que no saben los alimoches es los muchos peligros que les esperan en tan largo viaje, la mayoría de reciente creación. No saben de los tendidos eléctricos casi invisibles contra los que chocan mortalmente, ni de esas torretas de alta tensión donde mueren electrocutados. No saben de esos aerogeneradores cuyas grandes aspas siempre en movimiento pueden partirlos por la mitad. No saben de los cazadores que los disparan sólo por probar puntería. No saben de esas ponzoñas escondidas en cebos envenenados, culpables de la muerte esta primavera en Extremadura de uno de los dos alimoches que WWF estaba siguiendo desde hacía un año. No saben lo peligroso que es el viaje del alimoche.
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Foto: el alimoche Gaspar, en un fotograma de “El Hombre y la Tierra” (RTVE)

La razón del campo

La postmodernidad tiene una deuda contraída con la sociedad agraria que la ha precedido, con hombres y mujeres que supieron gestionar la tierra con delicada primura pero en unas condiciones sociales realmente imposibles. Y por ello, su sede de la comarca de Ronda (Málaga), inaugura la colección La razón del campo y la editorial Referencias con la idea de abrir una línea de investigación y divulgación sobre la cultura campesina.

Un libro que se abre con un prólogo ilustrado y preciso de la profesora de la U.M.A., Mª Luisa Gómez Moreno, y con un artículo inaugural de fondo sobre las finalidades, el contexto global/local y la orientación que ha de tomar el proyecto de la URPF en este entorno agrario andaluz de uno de sus impulsores, Antonio Viñas. La base de este primer volumen son las tres investigaciones de la socióloga Rocío Eslava (Vida campesina: historia de la familia Márquez-Sampalo, El oficio de partera en el mundo rural: María Arroyo Serrano y La feria tradicional de ganado de Ronda) que fueron realizados en los años 2004-05, y financiados por el CEDER Serranía de Ronda (coeditor de esta publicación).

En éstos la voz popular como eje y componen un primera aproximación a la exploración de unas formas de vida rural que, si bien pueden parecer obsoletas para una sociedad moderna que solo se mira en el ombligo de lo tecnológico, están llenas de algo más que de descargas de información y propaganda al uso de la era digital: dignidad, resistencia y sabiduría. Algo que quizá escasamente se aprende en el libro del diario de esta época en la aldea global de Occidente.

La Universidad Rural Paulo Freire (URPF) es un proyecto que ha centrado su eje de trabajo en la recuperación de la cultura campesina de nuestro país. Ligada a la Plataforma Rural y La Vía Campesina y creada desde el análisis y la emoción de un grupo de personas de distintas comarcas, tiene como punto de mira el rescate del saber hacer de aquellas generaciones que han practicado un agricultura “ecológica y sostenible” sin darle estos adjetivos.

Ficha técnica:
LA RAZÓN DEL CAMPO Vol. I
Vida campesina, El oficio de partera y Feria de ganado de Ronda

Editorial Referencias.
Universidad Rural Paulo Freire, Ronda, 2010
249 pag.
Precio 15 € + gastos de envío.
Pedidos al 686196370 –  peritacreaciones@hotmail.com

Retales | Guadalupe Fernández de la Cuesta


Tengo ante mí la pantalla del ordenador limpia de letras que puedan hilar un mensaje coherente. Temo al vacío de ideas medianamente lustrosas por un profundo respeto a la categoría y erudición de los lectores. Traduzco mal los sentimientos en un día soleado de este veranillo de San Miguel donde la sierra exhibe, voluptuosa y obscena, todo un escenario de matices surrealistas.

Una raya divide las sombras profundas de los valles y las cumbres doradas que perforan un azul intenso y transparente. Los hilos de sol tejen en los troncos de los pinos un tapiz de cobre y oro. Los endrinos y zarzas pespuntean de negro los barrancos con sus ramas cargados de frutos. Entretenemos el tiempo en elegir los más lucidos, unos, las endrinas, para elaborar el “pacharán” y las otras, las moras, para degustarlas una a una con una pausada entrega a su sabor agridulce, o para hacer mermelada. En esta sinfonía de colores los rosales silvestres alargan sus ramas esqueléticas sembradas de escaramujos rojos y el otoño remata de latón los chopos y las bardas de los prados.

En el fondo de empinadas laderas donde esperan las lluvias los setales aún raquíticos el río dibuja rumores de agua. El sosiego se alza majestuoso y una bendita paz llena el alma. Me he cruzado con una ardilla muerta en medio de la carretera y no desvela heridas. Tiene los ojos diminutos abiertos y su cola inmensa barre el asfalto. No sé los mecanismos que activan el mundo de las emociones pero cuando la he depositado en el borde un sentimiento de tristeza me ha anudado la garganta.

    Cae la tarde y los ciervos inician sus conquistas amorosas en una lucha encelada y temeraria. Rompe el silencio una berrea desenfrenada y lujuriosa. Los hombres mayores ríen maliciosos tanta desfachatez y alboroto por montar a una hembra. Y sienten la envidia de sus años de juventud cuando, entonces, el deseo no guardaba mesura. Todo un lamento al tiempo perdido cuando el pecado del sexo era omnipresente. Ajenos a la expectativa que despiertan, los ciervos escriben en la sierra su cita sonora con la genética.

    Una vida sin sobresaltos sólo puede existir en una sociedad de ángeles. La realidad es terca y te hace descender con brusquedad de estos idílicos encuentros con la naturaleza. Al arte de vivir se cosen como un añadido: el dolor y la desesperanza; el desapego a la solidaridad; la impunidad de las injusticias; la falta de honradez y los múltiples desencuentros malintencionados o imprudentes que nos van quebrando el paso.

    Oigo el soniquete del informativo en la televisión como un canto monocorde: día de la huelga general; piquetes informativos; seguimiento de los trabajadores; porcentajes, estadísticas… Me gustaría saber quienes han optado por ir o no ir al trabajo sin la presión del miedo al despido, o a la confrontación con las patrullas de los que informan violentando su voluntad, o a la falta de transporte. Envidio el silencio y la reflexión en las decisiones libres.

    “Habrá un día en que todos/ al levantar la vista/ veremos una tierra/ que ponga libertad. / Hermano, aquí mi mano/ será tuya mi frente/ y tu gesto de siempre/ caerá sin levantar/ huracanes de miedo/ ante la libertad. / Sonarán las campanas/ desde los campanarios/ y los campos desiertos/ volverán a granar/ unas espigas altas/ dispuestas para el pan/” José Antonio Labordeta, profesor, músico y político honesto. (In memoriam)

Mi amigo el pulpo | Guillermo Rancés


Nuestra “amistad” se originó cierto verano cuando hacía pesca submarina en la Poza de Sarreda, situada en la costa cantábrica y muy próxima a Santander. Dicha poza es como una enorme piscina que se llena de
agua cuando sube la marea y cuando baja queda muy tranquila, con una profundidad de cinco o seis metros, haciendo asequibles sus canales, grandes losas, piedras y hendiduras.

Pescando allí, un día soleado y de agua clara, pasé nadando junto a una de sus losas a la que golpee fortuitamente con el arpón. Desde debajo, salió un hermoso pulpo de más de dos kilos, que se posó en el fondo de arena tomando su color. Los pulpos me son simpáticos, los considero unos minuciosos limpiadores de su hábitat pero sobre todo me han sorprendido por sus rápidos y sinuosos desplazamientos. Pero aquel pulpo se había quedado inmóvil con su informe cuerpo y sus ocho tentáculos extendidos y, aunque no lo aseguraría, mirándome burlón con sus extraños ojos.

Como no había ni cuatro metros de profundidad decidí sumergirme muy despacio dejando antes mi fusil sobre la losa para tocarle… y se dejó.

Sólo cambió de color. Sus cromatóforos le hicieron parecer más oscuro. El que me admitiera aquel fluctuante ser a su intimidad, me hizo concebir que quizás podría tener con él una relación no cruenta. En días sucesivos, en mis visitas a al poza, me acerqué a visitar a tan singular amigo que llegó a acercarse hasta mi rostro y a tocar con sus tentáculos mis gafas.

Un día le llevé en un frasco transparente unas esquilas vivas y se lo dejé sobre la arena. Mi nuevo amigo, después de observarlo y palparlo, destapó el frasco con sus tentáculos (tal como digo) metió con cuidado varios de ellos en el frasco, luego acopló su blanda cabeza al interior y con su picuda boca se almorzó las esquilas una a una. Y no fue eso lo único que le vi hacer, varias veces, con los tentáculos muy juntos, navegó a propulsión a mi lado antes de volver a su guarida. Cuando al llegar golpeaba la losa salía se extendía sobre la arena esperando que le acariciase para cambiar de color. Un día se me enroscó en un brazo y me di cuenta de su extraordinaria fuerza, desproporcionada a su tamaño.

Este “idilio” duró casi todo verano hasta que un día ¡desapareció! Fue inútil buscarle ni llamarle. Recorrí el torno escrudiñando cada grieta, cada ranura y comprendí que mi afable relación con él había sido la causa
de su perdición. Casi seguro que algún pescador se había aprovechado de su inocente confianza para pescarlo. Jamás he pescado un pulpo, pero además y desde entonces, cuando haciendo inmersión veo fugazmente alguno, no me atrevo ni a saludarle… pero sí a sonreírle.

La contaminación silenciosa | César-Javier Palacios


Análisis químico del agua. Encontrados cinco antiinflamatorios, un estimulante nervioso, dos antibióticos, dos reguladores lipídicos, un antiepiléctico, un β-bloqueante y cuatro hormonas (tres naturales y una artificial). ¿De dónde son los análisis? ¿De alguna de las zonas más contaminadas del planeta? En absoluto. Todos estos principios activos farmacológicos han aparecido en aguas del Parque Nacional de Doñana, la joya de la corona natural de Europa.

Investigadores de la Universidad de Sevilla (US) han detectado por primera vez la presencia de medicamentos en Doñana y su entorno. Los resultados apuntan riesgos ecotoxicológicos para algunos organismos acuáticos como la Hydra attenuata, una especie considerada biológicamente inmortal pues no envejece y sólo muere por enfermedad o al ser comida por otro ser vivo.

La pregunta surge espontánea. ¿Cómo han llegado esos medicamentos al sancta sanctorum de los espacios protegidos españoles? Muy fácil: a través de nuestra orina y heces. O más exactamente, a través de las aguas residuales urbanas del entorno. Esos efluentes se depuran, es verdad, pero no con la suficiente efectividad como para retener tan complejos activos químicos. Y si algo así ocurre en Doñana, imaginaros las
concentraciones en ríos cercanos a las grandes ciudades. Y su terrible efecto en la fauna acuática, a los que éstas y otras sustancias químicas merman la capacidad reproductiva de los machos, llevando a su feminización. Tanto que en ciertos casos les puede provocar el cambio del sexo, como ya se está detectando en números ríos españoles.

Lo mismo ocurre con los pesticidas, están en todas partes. Son los detritus de nuestro actual sistema industrializado y urbano. Una contaminación silenciosa que poco a poco está poniendo en peligro nuestro bien más preciado, el agua potable, aquella que durante milenios fue nuestra mejor medicina, nuestro sustento vital.

Las concentraciones de estos productos son mínimas, es verdad, pues se miden en cantidades de partes por millón, muy por debajo de los niveles de una dosis tóxica. Pero ahí están, cual espada de Damocles respecto a las consecuencias a largo plazo para la salud humana y la del planeta donde vivimos.

Ponga una huerta en su vida | César-Javier Palacios


Me lo dijo muchas veces Abilio sin apenas levantar la cabeza, y sus palabras llevaban el ritmo contundente de los azadonazos que con precisión de cirujano iban abriendo la esponjosa tierra del extremo de la huerta donde había plantado las patatas.

─ “No entenderé nunca a los de la ciudad”, repetía tan machacón como su trabajo, inaudito para un hombre con más de 70 años.
─ ¿Qué no entiendes, Abilio?
­─ “Lo de los chalés esos que han construido en el pueblo, todos bien apretados, comolas casas de Burgos, y con esa minihuerta que no usan para nada”.
─ “Sí que la usan, son jardines”.
─ “¿Jardines? Sólo tienen plantada hierba, y sin vacas ¿para qué quieren todo ese pasto?”

Y yo, que vivía en un adosado de esos, llegué a casa, quité el césped y planté tomates, puerros, alubias, calabacines y hasta frambuesas, las más sabrosas que nunca he probado. Abilio lo vio tan normal, pues siempre detrás de la casa tuvo una huerta, pero mis vecinos me tomaron por tonto. Y el de al lado refunfuñaba con indisimulado odio cada vez que una hoja de MI parra caía en SU jardín y la recogía como quien recoge la caca del perro del vecino.

Por suerte las cosas están cambiando en nuestro país. Un poco por concienciación y otro poco por la crisis, las huertas urbanas están floreciendo no sólo en los chalés, balcones y azoteas, sino en las calles de las ciudades españolas. Esta nueva “revolución verde” está renovando solares abandonados, jardines  paupérrimos, cambiando basuras y escombros por variados cultivos, rápidamente animados por una cohorte de cantarines mirlos. La agricultura urbana ha llegado. Y con ella la posibilidad de recuperar el contacto perdido con la naturaleza, hacer más sanas las ciudades, socializar con sus habitantes y ofrecernos el placer único de degustar sabores olvidados generados por nuestro propio esfuerzo personal.

En Barcelona, Burgos, Vitoria, Santander o Alicante miles de personas dedican su tiempo libre a cuidar una tierra prestada que tratan como propia. Sólo en Madrid hay más de 20 huertas urbanas en terrenos cedidos por el Ayuntamiento a los vecinos. E incuso en algunas medianas de la autopista cercana al aeropuerto de Barajas algunos taxistas han creado sus pequeños espacios particulares de cultivo.

No nos quitarán el hambre, ni reducirán nuestra factura en el supermercado, es verdad, pero estas huertas nos hacen más felices. Y más sabios.