Biodiversidad en tiempos de cambio global I | Miguel Martín Álvarez

Con motivo del premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2009, el naturalista y divulgador británico Sir David Attenborough habló en una charla informal -un día antes de recibir el galardón- sobre Biodiversidad en tiempos de cambio global. En un abarrotado auditorio en La Laboral de Gijón, Attenborough desgranó anécdotas de sus rodajes, de sus métodos de trabajo y expresó algunos pensamientos a cerca del estado actual del planeta, animando a la concurrencia a plantearse diversas cuestiones para la reflexión.

“Tengo muy claro que la gente sólo va a defender el mundo natural si lo pueden conocer, si lo pueden entender, observar y estar en él”. Para Attenborough, nos encontramos en el momento de la historia de la humanidad donde probablemente más profundamente conocemos el mundo natural que nos rodea. Sin embargo, paradójicamente, cuando menos contacto tenemos con él. Actualmente, la población urbana en el planeta ha superado a la población rural. Además, en urbes cada vez más extensas, el contacto con la naturaleza se hace prácticamente imposible y el ser humano se siente ajeno a su realidad natural.

Para llegar a la cima, el naturalista británico ha trabajado duro durante más de cinco décadas. Como él dice no hay mucho secreto, la magia es trabajar y trabajar, y contar con un grupo armónico de profesionales que tengan similar punto de vista.

“Al grabar un programa determinado puedo escribir unas 20-30 historias diferentes. Después se lo paso a los correspondientes científicos para que evalúen qué es lo que está bien, qué es lo que está mal, qué hay que modificar o qué hay que pulir". Una vez hecho esto, entramos en contacto con el científico que lleva 25 años trabajando con una especie. Llegas tú y le planteas que sus 25 años de estudio van a quedar reducidos en una película de escasos tres minutos. Claro, lo que yo me imagino es que esa persona me va a contestar: ‘Por favor, ¿le importaría no molestar e irse a su casa?’ Sin embargo nunca, en mis 50 años de experiencia, he recibido esa respuesta. Los científicos están encantados de transmitir sus conocimientos siempre que seas veraz.

David Attenborough posee una posición privilegiada para observar, conocer y defender el mundo natural. Pero ha llegado a ella porque también posee una mirada privilegiada. Saber mirar para saber contar. Absorto como un científico, con el entusiasmo de un niño y con las reflexiones de un sabio, todo ello para brindarnos unos programas épicos. “Los que trabajamos en estas películas somos únicamente unos observadores privilegiados. La naturaleza pone todo lo demás. La deontología, la ética, en la filmación de la naturaleza creo que se basa en interferir lo menos posible en ella. Y es muy difícil no hacerlo. A lo mejor, para obtener 50 segundos de la pantera de los Himalayas, se han necesitado dos años y medio de trabajo".

Un día después de recibir el premio Príncipe de Asturias, en octubre de 2009, emprendía un nuevo viaje a Namibia, a rodar imágenes para un próximo documental. Attenborough cumple este año 84 años.

¿Y si desaparecieran las abejas? | César-Javier Palacios

Hablamos de biodiversidad, de su importancia, de su necesidad, de que invertir en ella es invertir en nosotros mismos, pero pocos, muy pocos, saben exactamente de qué estamos hablando, qué es eso de la biodiversidad y para qué sirve. No será para tanto, se dirán ustedes, pero ahí están las estadísticas, matemáticamente irrebatibles. Según los últimos datos oficiales, apenas una de cada cuatro personas conoce en España el significado de la biodiversidad y percibe su importancia.

Algunos banalizarán el dato como un problema más de la falta de educación de nuestra sociedad, pero es más, mucho más, máxime cuando tan importante porcentaje de la población española desconoce, por poner un ejemplo, que la salud del 60 por ciento de la población mundial depende de medicamentos de origen natural, y por lo tanto de la biodiversidad.

O también podemos recordar la famosa frase que Albert Einstein pronunció en una ocasión: “Si las abejas comenzaran a desaparecer, a la humanidad le quedaría pocos años de vida”. Se basaba el científico en el hecho de que el 80% de las especies de plantas tienen flores que dependen de las abejas y otros insectos para ser polinizadas. En concreto, más de un cuarto de millón de plantas florales, así como otras muchas especies cruciales para la agricultura, dependen de las abejas. Sin ellas no habría frutas ni legumbres de las que poder alimentarnos.

Para cubrir esta laguna de conocimiento y reivindicar la importancia económica de la naturaleza, la Fundación Biodiversidad del Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino acaba de publicar el libro "Si desaparecieran las abejas", cuyo objetivo es difundir los beneficios de la biodiversidad, incorporándola a la vida diaria. Y que además te puedes descargar gratuitamente pinchando en este enlace.

El libro recoge de forma amena “treinta y pico” curiosísimos temas de conversación con la biodiversidad como protagonista, para que este verano tomando una caña con los amigos, o paseando por el campo, o en clase, hablemos de ella y de su relación con la salud, la innovación, la alimentación, el turismo o el empleo.

¿Quieres algunos datos? Pues por ejemplo, en sólo ocho meses el ser humano gasta lo que la naturaleza tarda un año en producir, cada minuto se pierde una superficie de bosque equivalente a unos veinte campos de fútbol, e incluso se ha descubierto que trescientas especies de plantas importantes para el ser humano dependen del vuelo de los murciélagos.

Si a ello le añadimos que España es el primer productor europeo de agricultura ecológica, un país en el que existen más de medio millón de empleos verdes, un 2,62 por ciento de la población ocupada, resulta evidente que hablar de biodiversidad es hablar de futuro. Y de abejas.

Una gran muralla agroganadera contra el desierto | César-Javier Palacios

El desierto avanza imparable, poniendo en peligro nuestro futuro y el de miles de especies animales y vegetales. Cada año el Sáhara, implacable reloj de arena y desolación, engulle 1,5 millones de hectáreas de suelo fértil en los países del Sahel. En parte es un proceso natural de desertización debido a ligeras inclinaciones del eje de la Tierra. Pero fundamentalmente es un claro proceso de desertificación, la degradación del suelo por efecto directo de la acción humana, el negativo impacto de nuestra ganadería y agricultura, unida a la deforestación de los bosques y la sobreexplotación de los acuíferos.

Como consecuencia de estas malas prácticas, más de 135 millones de personas se verán obligadas a abandonar sus casas y sus campos durante la próxima década debido a la erosión del suelo, abriendo la puerta a un desierto que en 2020 habrá desplazado a 60 millones de personas sólo en el África Subsahariana. Y provocado guerras, muchas guerras, como ha advertido el secretario general de la ONU, Ban Ki Monn.
Para evitarlo en Senegal se afronta un reto titánico. La plantación de la Gran Muralla Verde, un proyecto que busca frenar el avance del Sáhara con un cinturón vegetal de 7.000 kilómetros de longitud y 15 de ancho entre el Atlántico y el Índico, entre Dakar y la pequeña República de Yibuti. Quizá no lo logren nunca, quizá sea ya demasiado tarde, pero al menos quieren intentarlo.

No es éste un lejano problema a nosotros. Es un fenómeno global relacionado con la degradación de tierras productivas en zonas secas. Especialmente en España, el país de la Unión Europea con el mayor índice de desertificación. Su situación sureña y mediterránea parece justificarlo, pero no cuando se sabe que el país europeo menos afectado es Italia. ¿La razón? Allí la agricultura es mucho más sostenible, menos extensiva, pero sobre todo el árbol está presente en todas partes, y el árbol es el único ser que logra plantar cara al desierto. La protección del suelo fértil debería de ser una prioridad, pero en su lugar seguimos manteniendo las mismas malas prácticas responsables de la erosión, la contaminación de la tierra y el agua con agroquímicos, los incendios forestales y hasta su pérdida directa bajo el hormigón y el asfalto de la urbanización desmedida del campo.

Como Senegal, España necesita levantar una gran muralla verde que detenga el avance de un desierto empobrecedor. Y esa muralla se llama agricultura y ganadería sostenible, la tradicional, la de siempre. Desarrollada de forma extensiva, pues debe llegar a todos los rincones gracias a la recuperación de un mundo rural con las raíces bien extendidas en el paisaje; de la mano de esos hombres y mujeres del campo, custodios de una frágil biodiversidad, en quienes hemos depositado todas nuestras esperanzas de lograr un futuro mejor. No sólo nos dan de comer. Luchadores ecológicos, son los únicos capaces de hacer frente al desierto y pararle los pies.

La buena hortelana | Gustavo Duch

La cabaña de la abuela olía a humo y cabía de un vistazo: una mecedora frente a la chimenea, una mesa con dos taburetes bajo la ventana y al frente, una pila de mármol y una despensa que atesoraba sus reservas de pasta de tomate, medio queso de cabra y otros muchos frascos, sin etiqueta, de conservas caseras. Saliendo al patio estaba el huerto, un cubierto con gallinas, su reserva de humus y leña, mucha leña, una cantidad de leña casi absurda para esa casa tan pequeña. Aún así, cuando iba de visita en invierno, casi siempre la encontraba en el bosque, recogiendo más leña. En verano también, siempre con un hatillo a la espalda, acopiando leña.

-¿Tanto frío hace? ¿Tanta leña gastas? ¿Quieres que te traiga más?

- Hijo, hay que prepararse. Un año puede llover mucho y estaría mojada, otro puedo estar enferma y –seguro- llegará un día que mis piernas no querrán subir más al bosque. Si tengo suficiente leña guardada, siempre podré invitarte a entrar en una casa calentita… ¿no sería una pena que llegaras un día de visita y te encontraras a esta vieja helada dentro de la cama?

Acompañé a la abuela a dar un paseo, guiados por sus ojitos arrugados que parecen  olfatear la vida. En un cesto iba guardando las lombrices que divisaba entre la hierba húmeda, mientras me iba contando como convertían basura en abono. Para mi abuela no había animal más extraordinario, más imponente ni más hermoso que aquellos bichos escurridizos, que ni caminar parece que sepan. Para andar hacia adelante, primero se recogen hacia atrás. -Te ayudan a devolverle a la tierra lo que le sacas con las cosechas, es de justicia, -decía echando otra lombriz al cesto.

Al pasar por el huerto comenté lo limpio y cuidado que estaba. La abuela le quitó importancia a mis cumplidos. Es mi obligación cuidarlo, dijo. Esta tierrita ha dado de comer a cuatro generaciones de esta familia, ahora me llena a mí la despensa y quién sabe, si es verdad que la gente vuelve a este mundo, quiero que mis abuelos lo vean como ellos lo dejaron. Me enseñaron a ser una buena hortelana y no voy a defraudarlos.

Cuando un rato después bajaba por la carretera pensé, qué le he devuelto yo a la tierra, qué reservas tengo para el frio, para el hambre y para mis hijos… un sentimiento enorme de responsabilidad me recorrió la espalda. Suerte que aun tengo tiempo de aprender de la abuela.

Nos hace falta más inteligencia ecológica | César-Javier Palacios

Todos conocemos el significado de un concepto de reciente acuñación, la inteligencia emocional: la capacidad que tenemos para reconocer sentimientos propios y ajenos, unida a la habilidad para manejarlos. Popularizado por Daniel Goleman en 1995, el célebre psicólogo norteamericano acaba de proponer un nuevo y revolucionario concepto: la inteligencia ecológica.

En su último libro, Goleman define este nuevo tipo de inteligencia como “la capacidad de vivir tratando de dañar lo menos posible a la naturaleza”. Para ello echa mano a la empatía, pero dirigida a la naturaleza en lugar de a un semejante. La necesidad que tenemos de comprender las consecuencias que tienen sobre el medio ambiente las decisiones que tomamos diariamente e intentar, en la medida de lo posible, elegir las más beneficiosas para la salud del planeta. Y otra vez se produce la gran paradoja: cuanto más coherentes somos con el bienestar de nuestro entorno medioambiental, mejor calidad logramos en nuestro bienestar personal.

En realidad siempre tuvimos esa inteligencia, pero la hemos perdido en el último siglo con nuestro espectacular salto tecnológico. La revolución industrial supuso un cortocircuito, una desconexión profunda en la secular relación mantenida entre el hombre y la naturaleza. Al ritmo actual de desarrollo desenfrenado necesitaremos de cinco planetas para poder seguir manteniendo nuestro actual crecimiento y consumo, pero sólo tenemos uno. Y como señala Goleman, la única manera de tratar de encontrar este equilibrio perdido es a través del consumo responsable. Esa nueva percepción obligará al mundo a modificar los actuales sistemas de producción. La revolución verde la vamos a protagonizar los consumidores.

Cambiando nuestros actuales hábitos hacia posturas medioambientalmente sostenibles es posible cambiar el mundo. Porque si nadie compra un determinado producto o servicio, éste desaparecerá del mercado. El consumo consciente, recuerda el psicólogo, parte de la responsabilidad personal (compro lo que necesito y no lo que la publicidad me hace desear) y de la conciencia ecológica (me informo de si lo que compro se fabrica respetando el medio ambiente).

La revolución ecológica llegará de la mano de la educación o no llegará. Deberán ser las escuelas, las familias, quienes cambien la mentalidad de los futuros consumidores. Como Goleman prevé: “Aprenderán a calibrar el impacto real de todas y cada una de sus elecciones personales. En eso consiste la inteligencia ecológica”.

El Hierro, paraíso ecológico | César-Javier Palacios


Hasta hace pocos años, hablar de la isla de El Hierro, en Canarias, era hablar de un territorio olvidado, dormido a la sombra de la Historia, el más occidental y desconocido de toda España. 269 kilómetros cuadrados y apenas 10.000 habitantes, sin industria, ni playas ni autopistas. Sin presente ni futuro.

Pero llegó el año 2000 y todo cambió. El mundo estresado y desarrollista quedó embelesado ante la sabiduría herreña, orgullosa de una forma de vida que ahora todos envidiamos y casi nadie disfruta: la autosostenibilidad. Tanto la ecológica y económica como la anímica. Ese año, la Unesco declaró todo el espacio insular Reserva de la Biosfera. Y paralelamente, las administraciones públicas impulsaron un espectacular proyecto para convertirla en la primera isla del mundo en abastecerse totalmente de energías renovables. Con las obras de la moderna central hidroeólica casi terminadas, un parque eólico impulsará agua al interior de un cráter volcánico convertido en embalse, donde un gran salto de agua producirá toda la energía necesaria para abastecer a la población, haya o no haya viento.

No es ésta la decisión más revolucionaria. Tras rechazar el consumo de combustibles fósiles, la tierra del lagarto gigante y las retorcidas sabinas centenarias aspira ahora a erradicar el uso de pesticidas y herbicidas en el campo. En apenas ocho años quiere lograr una agroganadería 100% ecológica. Cuenta para ello con más de doce años de experiencia en el cultivo del plátano ecológico, hortalizas de todo tipo, piña tropical e incluso yogur de leche de oveja ecológico, su más reciente producto estrella. La intención es lograr que el resto de los productos de la isla sean también ecológicos, un marchamo extra a la enorme calidad de sus productos.  Para ello hace falta disponer de materia orgánica abundante y, por esta razón, la integración entre agricultura y ganadería resulta fundamental. Este necesario proceso de convergencia económica añade aún más interés a la iniciativa, pues fortalece las sinergias entre dos colectivos tradicionalmente antagónicos pero en realidad hermanos, creando un beneficioso círculo de dependencia.

La aspiración parece utópica.  Lograr una isla 100% ecológica y autosuficiente en agricultura, ganadería, pesca y alimentación en un plazo de ocho años. Pero El Hierro sabe mucho de utopías y ésta es, con toda seguridad, la más realista de todas ellas. Porque apostando por el sector primario se apuesta por reforzar el principal agente a la hora de mantener un paisaje y una cultura únicos. Y porque popularizando alimentos sanos y de calidad también se apuesta por una alimentación sin tantos productos químicos y, a la larga, sin tantas medicinas para el consumidor.

El Hierro no es una novedad, es el modelo a seguir. La agroganadería ecológica es la única manera de mantener el campo vivo, con productos rentables, saludables, apreciados por todos, cuyo consumo se refleja en un medio ambiente cada vez más armónico. Una economía nueva que tan sólo copia los usos ancestrales, renovándolos. Como hacía ese mítico Garoé o Árbol Santo de los herreños, debemos ser capaces de ordeñar las nubes para dar de beber a nuestro cuerpo y nuestro espíritu.

La fascinación de Félix por el estudio del ser humano | Jordi Serrallonga

Con este escrito inicio mi singladura en el blog de la Fundación Félix Rodríguez de la Fuente. En otras circunstancias, la elección del primer tema quizás habría requerido de un largo tiempo de meditación pero, después de mi encuentro en Madrid con Odile Félix Rodríguez de la Fuente y Fernanda Serrano –directora y gerente de la Fundación–, tengo muy claro que quiero hablar de un aspecto sobre el que, poco a poco, me gustaría ir profundizando a través de mis sucesivas aportaciones: la fascinación de Félix por el estudio del ser humano.

Soy arqueólogo y naturalista; consecuentemente, en mis expediciones de campo por África, América y Australia me han interesado, y continúan preocupando, no sólo los estudios sobre el origen, evolución y comportamiento del ser humano sino también todo lo que rodea al origen y evolución del Universo, la Tierra y la Vida. Una fascinación por los orígenes que data de mi infancia. De pequeño crecí con los documentales del comandante Jacques-Yves Cousteau y del maestro David Attenborough, aunque existieron dos series de televisión que me marcarían para siempre: Cosmos de Carl Sagan y, sobre todo, El Hombre y la Tierra de Félix Rodrígez de la Fuente.
Aún era un retoño pero siempre me encantó que, en los créditos del programa, junto a las imágenes de varias especies animales, apareciesen también los seres humanos. Muchos consideraron dicha asociación como ofensiva o denigrante para el ser humano, algo que también he padecido en mis carnes cuando he expuesto en lugares públicos dibujos de otro gran naturalista desaparecido, el Profesor Jordi Sabater-Pi. Todavía existen prejuicios en aceptar el hecho de mostrar humanos y animales en un mismo saco, pero la realidad es que somos animales... seres vivos en el seno de la biodiversidad.

De forma tradicional, debido a nuestra manía en separar entre Ciencias y Humanidades, desde el bachillerato hasta la universidad, el estudio del ser humano se ha realizado de forma independiente al resto de los seres vivos, del planeta en el que vivimos y del Universo que nos cobija. Félix, avanzándose a los actuales equipos de investigación interdisciplinar, ya dejó muy claro en sus filmaciones, publicaciones y locuciones radiofónicas, el estrecho vínculo que une al Homo sapiens con el resto de la naturaleza. Hoy, por ejemplo, en mis investigaciones de campo sobre evolución humana combino la arqueología y la paleontología (el estudio del pasado), con la geología, botánica, zoología, etología y etnología (el estudio del presente), siguiendo el espíritu de los grandes naturalistas; naturalistas como Félix Rodríguez de la Fuente.

Precisamente, mientras escribo estas líneas, preparo mi próxima expedición a Tanzania y pisaré lugares que visitó Félix Rodríguez de la Fuente no sólo en su persecución del comportamiento de los licaones -los perros salvajes de la sabana- sino también de las raíces biológicas de la Humanidad.

Jordi Serrallonga, arqueólogo y naturalista
Director de HOMINID Grupo de Orígenes Humanos (PCB, Universidad de Barcelona)
Guía de expediciones de Ciencia y Aventura

Si el mundo es una aldea de 100 personas… | Gustavo Duch

…25 son pequeñas campesinas y campesinos en sus fincas, huertos o chacras distribuidas por la aldea. 3 personas más son población nómada que vive del pastoreo de animales. 2 personas están involucradas en actividades pesqueras artesanales para el consumo humano. 13 hombres y mujeres cuidan huertos urbanos para su propio consumo y tres de ellas distribuyen sus excedentes en los mercados locales. Por último, 7 personas viven en o junto a los bosques y selvas recolectando parte de sus propios alimentos.

En esa aldea la mitad de las tierras cultivables estaría repartida en parcelas inferiores a cinco hectáreas entre una gran mayoría de campesinas y campesinos. La otra mitad, la de muy pocos, sufre una invasión de plantaciones de soja, eucaliptos, palma africana y caña de azúcar, que no nos alimentan, ocupando el 20% del total de las tierras fértiles.

En la aldea el 50% de los alimentos que nutren a sus habitantes está producido por el campesinado a pequeña escala; un 12’5% llega de la recolección y de la caza; y el 7’5% se produce en pequeños huertos y balcones de las ciudades y extrarradios por sus propios habitantes. Entonces, sólo un 30% del porcentaje de alimentos de la aldea proviene de la ‘cadena alimentaria industrial’.

Sí, aunque nos pueda sorprender, -entrelazando ambas estadísticas- en esta aldea y en nuestro mundo también, la mitad de la población dedican su tiempo a producir alimentos a pequeña escala: mujeres y hombres que cultivan, cosechan, recolectan, crían ganado, cazan, pescan, pastorean, trabajan tierra que no les pertenece… generando finalmente la comida necesaria para más de 70 personas de la aldea.

Además, la seguridad alimentaria que ellas y ellos nos ofrecen, en su mayor parte, se produce sin abusos químicos y favoreciendo el mantenimiento de la biodiversidad. Mientras que en la ganadería industrial trabaja con sólo cien variedades de sólo cinco especies de ganado, las campesinas y campesinos crían 40 especies de ganado y casi ocho mil variedades. Y si las  corporaciones semilleras centran sus inversiones en una docena de cultivos, el campesinado cultiva cinco mil variedades vegetales y han aportado casi dos millones de nuevas variedades al haber genético del planeta.

¿Podemos rebajar más ese 30% industrial generador no de alimentos sino de hambre?