A veces pienso que miento | Gustavo Duch

Pensa-miento 39: La pradera donde pastan las 120 ovejas de su rebaño es un ejemplo de conservación de la  biodiversidad. Una agrónoma que la estudió, contabilizó un total de 62 variedades diferentes entre leguminosas, gramíneas, etc. Nativas todas, en este campo no se cultivan ni crecen las variedades comerciales. A las ovejas, robustas y sanas, no parece importarles. Al bolsillo del ganadero tampoco. La agrónoma le mostró sus fotos y características en un libro titulado, CATÁLOGO DE LAS MALASHIERBAS IBÉRICAS. Pensemos,  quién  miente, ¿la ciencia formal,  las austeras ovejas  o el ganadero subversivo?

Pensa-miento 40: Me dicen que a las mamás cuando están cercar del parto les suben unas décimas la temperatura. ¿Será entonces que el cambio climático es un aviso de un próximo nacimiento? ¿Será que la Tierra es una redonda y gigante ameba a punto de partición? Y si engendra dos mundos ¿coincidirán en la misma Tierra las parejas enamoradas? ¿Habrá una Tierra rica en sueños pero empobrecida y una Tierra agotada y dominante? ¿O será que será que eso ya es así?  O tal vez el parto llegue de la fusión entre dichos mundos. Y la suma de  uno más uno será igual a uno: nuevo, propio, único, suyo y por construir.

Ahogados por los malos humos | César-Javier Palacios


 Los datos aportados por el último informe sobre contaminación atmosférica de Ecologistas en Acción son espeluznantes. Si se tienen en cuenta los valores recomendados por la Organización Mundial de la Salud (OMS), 36,9 millones de españoles respiramos habitualmente aire contaminado, es decir, un 79% de la población, 4 de cada 5 ciudadanos. Y no piensen en humeantes fábricas degradando los entornos más industrializados. La principal fuente de contaminación se produce en las áreas urbanas y está provocada por el tráfico. Esos coches y esos atascos tan cotidianos e insanos.
Tampoco hay que exagerar, dirá alguno. Nadie se muere por respirar aire polucionado, lo más normal en una ciudad. Pues se equivoca. El Ministerio de Medio Ambiente, Medio Rural y Marino (MARM) cifra en 16.000 el número de muertes prematuras anuales achacables en el Estado español a la contaminación atmosférica. Mientras, la Comisión Europea calcula que cada año fallecen 400.000 personas en la Unión Europea por esta misma causa. ¿Es o no es un asunto como para preocuparse?
Lo peor es que, si quisiéramos, el aire de nuestras urbes podría ser limpio y sano. Tan sólo sería necesario disminuir la intensidad del tráfico motorizado, promoviendo el transporte público y el uso de medios alternativos no contaminantes. Ahora parece que la panacea es el coche eléctrico, olvidándose los políticos de la bicicleta, el transporte terrestre más sano y barato. Aunque peligroso. Hoy resulta imposible moverse en bicicleta por unas ciudades desparramadas donde la gente vive a decenas de kilómetros de su lugar de trabajo; también porque los conductores no saben comportarse ante un ciclista y te juegas la vida en la carretera cada vez que optas por las dos ruedas.
El teletrabajo, gracias al uso de las nuevas tecnologías, permitirá a una parte de la población trabajar desde casa. Sin tanto estrés, tiempo perdido en desplazamientos y consumo de combustible, la vida será mejor y la contaminación menor. Pero ¿qué pasará con el resto de la población activa? Deberán seguir aferrados al coche y los demás a sus malos humos. Porque la triste verdad es que hemos diseñado mal las ciudades y pagamos y pagaremos caro ese error durante décadas.

Las ciudades, mejor en vertical | César-Javier Palacios

¿Qué es más ecológico, más medioambientalmente sostenible? ¿Una ciudad de rascacielos, modelo Hong Kong, o una ciudad de chalés adosados, modelo Los Ángeles?
Inconscientemente todos llegamos a la misma conclusión. Las urbes de apretados edificios altísimos nos parecen una barbaridad inhabitable, frente a la bucólica imagen de ordenadas casas bajas con su césped por delante y barbacoa en la parte trasera. Pero estamos equivocados. El futuro de las ciudades es vertical.
Más de la mitad de los 6.800 millones de personas que conformamos la población mundial vive en las ciudades. Y se estima que esa proporción será de un 70% en el año 2050. El consumo energético y de los recursos naturales se disparará, aumentando el tamaño de nuestra ya insostenible huella ecológica en el planeta.
Resulta pues importante empezar a pensar cómo deberán ser estas urbes del futuro cercano para dar cabida a tanta gente. La primera conclusión resulta lógica. No podemos seguir consumiendo territorio rural para convertirlo en urbano a la velocidad que lo hacemos ahora. Entre otras razones, porque lo lógico es que las explotaciones agrícolas y ganaderas estén siempre próximas a los centros de consumo, a modo de anillo verde circundante. Y si las ciudades se extienden como mancha de aceite, esos recursos estarán muy lejos, encareciendo los productos y empeorando nuestra calidad de vida.
Las ciudades verticales son la menos mala de las soluciones. En vez de construir metrópolis a lo ancho la idea es hacerlo a lo alto, dejando a la naturaleza, y/o a la producción agroganadera la superficie no urbanizada. Gigantescos rascacielos con todos los servicios propios de una urbe clásica, desde viviendas y oficinas, hasta centros comerciales y de ocio, guarderías, polideportivos o jardines.
 Los desplazamientos serían así más cortos, pues los trabajadores vivirían más cerca de su lugar de empleo, reduciéndose hasta en un 90% la actual contaminación atmosférica. Paralelamente, la gestión de todos los recursos, desde el agua hasta la electricidad o la calefacción, se podría realizar de manera mucho más eficiente. Aprovechando con inteligencia las diversas energías renovables es posible llegar a disponer de edificios de “energía cero”, capaces de cubrir todas sus necesidades energéticas o de necesitar menos de una cuarta parte de la actualmente consumida.
¿Y qué pasará con el mundo rural? En él también se producirán grandes cambios. Muchos agricultores y ganaderos vivirán en la ciudad (ya lo hacen), desplazándose a sus cada vez más modernas explotaciones como quien va al trabajo. Otros optarán por la pequeña producción de calidad, ligada a un paisaje y a una cultura que para los habitantes de esos hormigueros verticales se presentará como idílica, a la par que símbolo de calidad. En cierta manera no habrá que esperar demasiado para verlo. De hecho, ya está pasando.

León Santos: el hombre que planta árboles | César-Javier Palacios


Mexicano, indígena y agricultor, León Santos lo tenía todo (o carecía de todo) para ser famoso. En realidad no lo ha sido nunca, a pesar de haber recibido en 2008 el Premio Ambiental Goldman, popularmente conocido como el Premio Nobel de Ecología. Antes y después de este galardón él ha seguido haciendo lo que más le gusta hacer, plantar árboles en su reseca tierra natal, la Mixteca Alta, en Oaxaca. Pero no por amor a estos seres vegetales, sino por inteligencia, para garantizar el futuro de sus vecinos.
Empezó a los 18 años, decidido a cambiar el paisaje de unas tierras donde la deforestación había convertido el campo en un reseco baldío. La tragedia ambiental era también económica (siempre lo es) e incluso social, pues había que recorrer grandes distancias en busca de agua y de leña, labores que se encomendaban a los niños y a las mujeres, escamoteándoles de esta manera la posibilidad de estudiar y progresar. Espantados por el desierto, los jóvenes emigraban a las ciudades y nunca más regresaban.
Había que actuar. Y León Santos logró convencer a 400 familias de 12 municipios de que su peor enemigo no era la pobreza. Su enemigo era la erosión, provocada por la sobreexplotación agrícola, ganadera y forestal del suelo fértil. Había que recuperar esos suelos, y había que hacerlo entre todos, trabajando gratis por el bien de la comunidad como antiguamente se hacía. En 25 años plantaron cuatro millones de árboles de especies autóctonas, con la esperanza de que fueran ellos quienes retuvieran los suelos, recargaran los acuíferos, abonaran las tierras y pararan los vientos, como así fue.
Esas nuevas tierras recuperadas había que ponerlas de nuevo en producción, pero no cayeron en el error de la agricultura industrial. Apostaron por la soberanía alimentaria, desarrollando un sistema de agricultura sostenible y ecológica basada en el rescate de las variedades autóctonas de maíz, las mejor adaptadas al entorno, y en los métodos precolombinos de cultivo. Rechazaron los transgénicos, los pesticidas, la tentación de las grandes producciones. Y su reseca tierra es ahora un vergel donde siguen plantando cada año 200.000 árboles. Pero lograron algo aún mejor. Los jóvenes ya no emigran a las ciudades.
¿Habías oído alguna vez hablar de este proyecto? Seguro que no. En estos tiempos de control mediático y estulticia generalizada, que un mexicano, indígena y agricultor haya demostrado al mundo lo erróneo del actual sistema productivo no sólo no interesa, es que hay que ocultarlo.

Vendo pueblo por no poder mantenerlo | César-Javier Palacios


Una inmobiliaria catalana acaba de sacar a la venta un pueblo entero. Riotuerto es una aldea abandonada a 25 kilómetros de Soria, cuyo único propietario lo ofrece ahora como oportunidad para instalar en él un centro de turismo rural. Desconozco cómo es posible ser dueño de un pueblo completo incluido su iglesia románica, sus calles y sus terrenos comunales. 
Pero lo vende igual que también él lo compró hace unos años, localidades a precio de un pisito. Seguramente le ocurrirá lo mismo que a un paisano del Valle de Mena (Burgos) al que hace ya muchos años le dediqué un amplio reportaje en  el desaparecido periódico Diario 16. Se tituló: “Vendo pueblo por no poder mantenerlo”. Y es que mantener una localidad entera donde ya nadie vive resulta tan imposible como inútil.
Decía Aristóteles que “el hombre es un animal social que desarrolla sus fines en el seno de una comunidad” y tenía razón. Necesitamos a la sociedad para sobrevivir. O para vivir mejor. Por eso, cuando el lugar donde estamos se va quedando sin gente, sin futuro, al final nos vamos todos a otro sitio más poblado. Resultado: el abandono. Son los pueblos del silencio.
Según el INE existen 2.648 núcleos urbanos despoblados en España, pero no es verdad. En realidad son muchos más, pues no existe una estadística fidedigna con la relación completa de todos los pueblos, aldeas y barrios sin población estable.
La mayoría quedaron sumidos en el olvido en los años 70 del pasado siglo, cuando el éxodo masivo del campo a la ciudad iniciado una década antes acabó con miles de años de una cultura rural milenaria. Otros han sobrevivido de milagro, pero son ya tan sólo pueblos a tiempo parcial, cuando llega el verano y las viejas calles recuperan la vida durante unos pocos meses. La gente mayor, sus últimos habitantes, también han sucumbido al fuerte atractivo urbano. Cae el invierno y se van a pasarlo con sus hijos o, los más, a impersonales residencias de ancianos, anhelando con ansia la llegada de ese buen tiempo que les llevará de nuevo a su querido pueblo, donde tienen sus raíces y donde, sin dudarlo, quieren ser enterrados cuando fallezcan.
Deshabitados, en poco tiempo se pierde un patrimonio inconmensurable generado a lo largo de los siglos por el costoso esfuerzo de generaciones y generaciones de hombres y mujeres empeñados en algo tan bello y tan terrible como “vivir para vivir”. Es el final de una cultura, de una arquitectura, de unas tradiciones, de un paisaje e incluso de una biodiversidad únicos, irrepetibles.  ¿No hay solución?
Sí que la hay. La solución pasa por las nuevas tecnologías y el teletrabajo. Internet ha roto las fronteras. Ahora se puede trabajar desde cualquier recóndito lugar del mundo, e incluso gobernar desde casa explotaciones agrícolas y ganaderas. Es pues el momento de los neorrurales cibernéticos. No será ya la antigua sociedad rural, es verdad, pero al menos pondremos freno a la despoblación y el abandono.
Sin embargo, existe un grave problema. Mientras el disfrute de un Internet de calidad no se considere en los pueblos mucho más importante que hacer carreteras y polideportivos, su futuro seguirá en venta por no poder mantenerlo… ni aguantarlo.     

El McMundo | Gustavo Duch

 La naturaleza es como quiso ser, por mucho que deseemos transformarla. En el mar y en los ríos casi todos los peces no quieren ser vegetarianos. Les gusta comerse los unos a los otros, los chicos a los muy chicos, y los grandes a los menos grandes. Un atún, por ejemplo, es un gran comilón de peces: cada diez días tiene que pescar, cocinar, ingerir y digerir el mismo volumen de víctimas que su propio peso corporal. Entonces un atún – sólo uno- en un año y a este ritmo se zampa 15.000 peces para salir adelante. Una sardina, que se haya librado de la boca del atún, hace lo mismo pero es menos sibarita. Ella con cien veces menos de micropeces (zooplancton) al año, tiene bastante para seguir aleteando.

Si los atunes, salmones, rodaballos, bacalaos o meros el ser humano los quiere domesticar, ensardinar y cebar, para después ser base de nuestra alimentación, será con pescado que tendrá que hacerlo. O convencerles -y en eso estamos- de que cambien sus costumbres y sobrevivan a base de pienso de soja transgénica, que tenemos mucha, es barata y para el ser humano no es el mejor alimento.

A las vacas, al contrario, les chifla lo verde. Corretear por los pastos mugiendo y mordisquear hierba fresca es lo suyo. Pero la mayoría ahora pasan sus días en establos mecanizados, sin ver el Sol y comiendo tediosos piensos. Cómo lo de abaratar es la clave del sistema productivista, ya se intentó cambiarles la dieta, y durante un tiempo –que tal vez vuelva- las hicimos carnívoras y caníbales. Los piensos incorporaban harinas animales hechas con los desperdicios de las matanzas hasta advertir que en algunas vacas esté menú les sentaba fatal: una locura.

El ser humano en su omnivoridad puede escoger: verdura, fruta, carne o pescado, o un poco de todo, que seguro es lo más saludable. Pero en el McMundo que vivimos (lean a Cayo Sastre en Los Libros del Lince) la misma industria alimentaria [y los intereses del capital ahí depositados] que fantasea con vacas carnívoras y peces vegetarianos, ha modificado y uniformizado a dos únicas formulaciones la alimentación humana. Los grandes depredadores, tipo atún, que nos alimentamos con un exceso de proteínas y grasas animales –y así damos de comer a dichas industrias- y las personas del medio rural despojadas de sus recursos. Sin peces que pescar.

Diverso | Guillermo Rancés

Diverso: El calificativo más asombroso que se puede atribuir a nuestro mundo. Ningún otro planeta, de los detectados en el universo, ni se le parece ni se le aproxima. Su diversidad vital es única. Cientos y cientos de miles de especies lo pueblan e infinidad de ellas permanecen todavía desconocidas. Vivimos rodeados por el misterioso ámbito de una vida de la que solo podemos dar testimonio, pero ninguna explicación.

Cada especie habita en su medio y que evoluciona en función a él pero no sabemos ni el cómo el ni el por qué. A pesar de este desconocimiento nos creemos los reyes de la creación estando sólo un escalón más evolucionado que el resto de las especies. Su inteligencia, capacidad de comunicación, raciocinio, observación, intuición y lógica, no le convierten en rey sino en uno de los secretos de la continuidad vital de cada especie le viene dada por su capacidad para, evolucionar, adaptándose a lo que le exige su medio natural y siempre siguiendo su instinto grupal, una misteriosa fuerza que, como de tantas otras cosas, desconocemos.

Pero pienso que una importante cualidad que caracteriza al ser humano y le hace diferente a los demás seres es su, “no especialización”. Corre, pero no es de los que más corren, nada pero no es el que mejor nada, salta pero no a mucha altura. Su “no especialización” le ha obligado, para sobrevivir, a aguzar su ingenio y a utilizar eficazmente su razón e inteligencia para deducir, relacionar y elegir, en cada momento, lo que sea

¿No es lo más conveniente para nuestro planeta respetar su biodiversidad? ¿Ni lo más razonable custodiar los recursos legados por la naturaleza? ¿Es que la sociedad no ha aprendido nada de lo que nuestro amigo Félix proclamó apasionadamente toda su vida?

Los bosques se mueren sin nosotros | César-Javier Palacios

Hay noticias que parecen contradictorias. Hace unos meses os explicaba aquí mismo que los bosques se comen el campo. Que España es, junto con China, el país del mundo en donde más ha crecido la masa forestal en la última década, a un ritmo del 2% anual, en su mayor parte a costa de ocupar antiguas tierras de cultivo ahora abandonadas. Y ahora os vengo con algo aparentemente chocante. Un reciente estudio demuestra que el abandono de las prácticas selvícolas tradicionales está poniendo en peligro esos mismos bosques. ¿Incoherencia argumental? En absoluto. Todo apunta a la misma dirección: la biodiversidad necesita de los sabios manejos desarrollados por el hombre en los últimos milenios para no retroceder.
Analicemos esta segunda noticia. Investigadores de las universidades de Jaén y Pablo de Olavide, junto al Instituto Pirenaico de Ecología del CSIC, han comprobado que el cambio climático y el sistema actual de protección forestal hacen más vulnerable al bosque mediterráneo cuando éste se enfrenta a periodos de sequía o plagas. En concreto, el trabajo, publicado en la revista Global Ecology and Biogeography, apunta al aumento de la temperatura y la actual gestión de los espacios protegidos como el origen del debilitamiento de las poblaciones de andaluzas de pinsapo (Abies pinsapo). Juan Carlos Linares, uno de los investigadores del estudio, explica así el problema:
“Hasta hace algunos años había un cierto manejo del monte por parte de la población local. Los habitantes de la zona extraían leña, introducían ganado, etc., de forma que se abrían claros, se cortaban árboles, algunos eran jóvenes y otros viejos. De esta forma se favorecía la diversidad de tamaños y de habilidades competitivas. Al eliminarse el factor humano, los bosques de pinsapo han disminuido su crecimiento y, con él, sus “defensas”. Producen cada año lo justo para mantenerse y dejan poca energía libre para generar hormonas o sustancias de protección frente a patógenos o plagas”.
Dicho con otras palabras: los bosques nos necesitan. Les hemos acostumbrado, para bien o para mal, a nuestros manejos, y ahora encajan con dificultad el repentino abandono impuesto por los nuevos tiempos. Sí, es verdad, esto se da en bosques relictos sumamente frágiles como los pinsapares, pero precisamente por ello son estos bosques, auténticos puntos calientes de biodiversidad, los que atesoran una mayor y más amenazada riqueza natural. Seguramente también los primeros en exteriorizar el problema.
Ganados y ganaderos, tan injustamente denostados por su supuesto negativo impacto ambiental, fueron expulsados del bosque o se fueron de él en cuanto esa actividad dejó de ser rentable. Hace muy pocas décadas de esa desaparición y ya los estamos echando de menos.

Costa Rica: deuda por naturaleza | César-Javier Palacios



Según la última edición del Índice de Desempeño Ambiental (IDA), Costa Rica es el país del continente americano más respetuoso con el medio ambiente. Y en el panorama mundial se sitúa en el quinto lugar de tan prestigioso ranking después de Suiza, Suecia, Noruega y Finlandia. Es más. De acuerdo con la Fundación Nueva Economía, ocupa el primer lugar en el Índice del Planeta Feliz (HPI).
Paralelamente, y no por casualidad, el popularmente considerado el “más verde” de los países del mundo es al mismo tiempo la meca del turismo ecológico. Sus montañas, playas, selvas, ríos, volcanes y arrecifes lo convierten en el país con mayor biodiversidad del planeta por kilómetro cuadrado, a pesar de que sólo tiene estrictamente protegido el 25 por ciento de su territorio.
Seguramente no es oro todo lo que reluce ni las estadísticas pueden simplificar la realidad de un país, pero resulta evidente el decidido interés de las autoridades de ese Estado por abanderar un cambio radical en nuestra relación con la naturaleza, mucho más respetuosa y sostenible. También mucho más rentable, pues no podemos olvidar la gran rentabilidad que el turismo verde tiene en Costa Rica. A pesar de ello, el estado centroamericano no se libra de urbanizaciones, puertos deportivos, deterioro de los recursos pesqueros, pérdida de la biodiversidad, deforestación y contaminación.
Esta apuesta por la sostenibilidad ─el anterior presidente costarricense, Óscar Arias, decía que “el desarrollo de Costa Rica será verde o no será”─ está dando importantes resultados. Es la imagen ecológica que busca el millón y medio de turistas registrados cada año, generadores del 7,5% del producto interior bruto (PIB).
El último y más espectacular fruto cosechado le ha llegado a Costa Rica de la mano de Estados Unidos. Gracias a la iniciativa “Tropical Forest Conservation Act” (Acta de Conservación del Bosque Tropical, TFCA por su siglas en inglés), Estados Unidos ha condonado 53 millones de dólares de su deuda externa a cambio de que con ese dinero mejoren la conservación de sus parques nacionales. Deuda por naturaleza ¿existirá algo más rentable?
Sin embargo, tal éxito nacional tiene una doble lectura. La primera, que lo verde es rentable, y por lo tanto el modelo costarricense debería extenderse a todos los países del globo como un claro proyecto de desarrollo sostenible de futuro. Pero otros son más pesimistas y critican esta especialización nacional. Convertimos un pequeño país de Centroamérica en el gran parque temático del medio ambiente mientras el resto lo destrozamos al transformarlo en el gran parque temático de la destrucción ambiental y la insostenibilidad. Yo más me temo lo segundo que lo primero ¿Y tú qué opinas? ¿Costa Rica es el modelo a seguir o es tan sólo un rentable reducto turístico?