Tratado sobre patologías alimentarias | Gustavo Duch

La alimentación, cuando existe, debe ser fuente de nutrición y salud: de vida. Pero en la medida que avanza un modelo único, global e industrializado para producir, transformar y consumir alimentos, aparecen una serie de síntomas que alertan de todo lo contrario. Son síntomas patognomónicos, es decir, manifestaciones percibidas por el paciente y que un buen médico sabe reconocer, que aseguran que el sujeto padece un trastorno clásico de la alimentación de nuestros días. A saber:

Sofocones: cuando la temperatura de nuestro cuerpo supera sus valores normales, cuando empezamos a transpirar, jadear y sacar la lengua. Cuando la ropa nos sobra y buscamos las sombras de los árboles, cuando el abanico nos acompaña a todas partes, cuando en toda España en Octubre vamos en manga corta, ¿estamos ante problemas hormonales o sufrimos una epidemia de fiebres tifoideas? Pues no, estos síntomas, corresponden si duda alguna  a  un calentamiento del Planeta que compromete (y esto sí es una crisis en mayúsculas) la posibilidad de la vida, afectando inicialmente a las poblaciones del Sur. Como viene insistiendo La Vía Campesina a partir de los estudios de la organización GRAIN (recientemente galardonada con el Premio Noble Alternativo 2011) al menos un 50% de las emisiones de gases CO2 con efecto invernadero provienen del sistema alimentario global: cultivamos con petróleo, transportamos y conservamos en base a petróleo, para finalmente comer plásticos con sabor a petróleo.

Taquicardias: cuando estando tranquilamente en tu puesto de trabajo, frente a la televisión o paseando por el campo, irrumpe en tu vida un buen susto, el corazón y sus palpitaciones se disparan. Te llevas la mano al pecho y respiras hondo, podría ser un principio de ataque de ansiedad. ¿Has comido tú en los últimos días pepinos de esos que acaban de salir por las noticias? ¿Has estado tú los últimos días en ese restaurante sospechoso? Las periódicas alarmas alimentarias es lo que tienen, que nos aseguran un sobresalto tras otro. Cuando conoces con más detalle el cómo se ha llegado a una de estas crisis, a la aceleración cardíaca se le suma un brote de irritaciones en todo el cuerpo como consecuencia directa de la indignación que te causa. Y más cuando sabemos que todos estos riesgos alimentarios podrían minimizarse si cambiáramos a un modelo de alimentación local, a pequeña escala y agroecológico.

Debilidad: cuando las digestiones son muy pesadas y te sientes débil para ponerte en marcha, actuar o ser, puedes creer que tu organismo está caduco o enfermo. Pero no, en realidad es que ningún organismo humano está preparado para alimentarse con tantos kilos de carne, y toneladas de azúcar y grasas. Es la dieta ‘moderna’. Dicen que se produce mucha carne porque la población consumidora así lo exige. No es cierto, nos pasan la pelota de la responsabilidad. Se consume mucha carne porque detrás de este consumo hay muchas ganancias a repartir: las corporaciones de piensos y sojas, las corporaciones de la genética animal, las integradoras de engorde, las grandes superficies, etc. La población consumidora se debilita en su obesidad, y el mundo rural se debilita con la desaparición de miles y miles de familias que gestionaban pequeñas fincas agroganaderas.

Flaqueza del cuerpo y del espíritu. Así se encuentras millones de seres humanos a los que les han robado el derecho a la alimentación: han sido expulsados de las tierras, o les dejan las parcelas más inapropiadas; se les impide el acceso al mar donde pueden pescar; se condenan endeudados por la compra de semillas transgénicas y sus pesticidas correspondientes; etc. En barracones sembrados por las periferias de las urbes o en campamentos de refugiados no pueden cultivar su alimentación, son simplemente, receptores de limosnas.

Y un llanto permanente se diagnostica en toda la parroquia que espera la atención del oftalmólogo. Podría tratarse de una conjuntivitis alérgica pero hay poco polen esta primavera. De hecho, y por eso tanta pena, hay pocos árboles en el planeta. La agricultura intensiva se ha encargado de su sacrificio para ganar tierras que serán monocultivos de cereales para los animales o para los automóviles. Y la poca vegetación que se mantiene está contaminada por herbicidas en el suelo y muchos humos en la atmósfera. Por eso lloramos, por la Madre herida.

Por Gustavo Duch y Jerónimo Aguado

Lo que engorda, mata | Gustavo Duch

Busquemos de nuevo las causas del hambre en el planeta Tierra. La crisis en el Cuerno de África nos obliga a ello y, ciertamente, tenemos acceso a informaciones claras y concluyentes que relacionan esta nueva hambruna a realidades no climatológicas, porque hasta la sequía imprevista responde a un cambio climático producido por una civilización industrial lejana y ajena a las personas allí sobreviviendo. La especulación alimentaria, la marginación de la agricultura campesina y autóctona de la zona, el acaparamiento de las mejores tierras por capitales extranjeros, la imposición de cultivos para la exportación, etc. son –repetidas- las peores catástrofes inventadas por la codicia del ser humano.

Y ahora que las tenemos ubicadas, ¿cómo las enfrentamos? Evidente, en primer lugar y con toda la energía posible, el análisis llama a una acción política -la soberanía alimentaria- para contrarrestar y evitar más hambres, más pobreza a cambio de tantas riquezas y de tantos empachos. En segundo lugar, y se insiste mucho en este tema, con nuestro consumo individual con el que también podemos ‘ejercer’ solidaridad. Efectivamente, tenemos fórmulas e iniciativas a mano para un consumo responsable: recuperar los mercados campesinos, las cooperativas de consumo, la alimentación de temporada y ecológica, etc. Y una, muy poco expuesta, difundida y defendida (quizás por ser de cajón, quizás porque está devaluada en nuestro pensamiento, quizás por recordar tiempos de penurias aún recientes, quizás por estar envuelta muchas veces con tintes religiosos) que, pienso, hay que recuperar: ‘la frugalidad’.

Las últimas décadas de nuestra civilización se ha rendido a los buffets para atiborrarse a precio fijo; a las comilonas en días festivos y el empacho posterior; a las bacanales de calorías en cruceros, bodas y comuniones; a las palomitas y refrescos de tamaños XXL; al compre dos y llévese tres; y en definitiva, al culto desmedido a comer sin medida.

Pensemos, no sólo en una cuestión de nuestra salud (la obesidad es un grave problema en nuestras generaciones) sino también en lo que representa. Porque en un planeta finito donde los recursos para producir alimentos son limitados (tierra fértil, agua de riego, energía, etc.) los abusos y excesos para unos estómagos son finalmente alimentos que otras personas no podrán llevarse a la boca.

Sí, ciertamente, parece como cuando de pequeño no quería comer alguno de los platos de mi abuela y ella  me decía, -cómetelo por los niños pobres de África, y yo no me imaginaba mi potaje de garbanzos viajando a Etiopia. Pues la abuela tenía razón. Y mucha, porque compartimos un planeta con un único metabolismo global. No es que el potaje viaje de Norte a Sur, es que la ración de merluza exagerada que nos preparamos puede provenir perfectamente de Namibia, donde se pasa hambre. Y si nos sirven un bistec enorme que es imposible de atacar, esa ternera ha estado alimentada con soja sudamericana en tierras que ya no producen comida para las gentes locales. Y así con mucha y mucha comida que acabamos desperdiciando. Exactamente, según estudios encargados por la FAO, cerca de un tercio de los alimentos que se producen cada año en el mundo para el consumo humano  se pierden o desperdician. Se desperdician porque ‘no puedo más’; porque se compra para muchos días y se echa a perder; o por las normativas de caducidad. Se pierden muchos alimentos antes de ser comidos  porque no dan la talla o el color exigidos por los supermercados o porque la cadena entre productor y el consumidor es tan larga que mucha comida perece en el intento.

Así pues, añadamos a nuestro catálogo de consumidores y consumidoras responsables la frugalidad, el comer lo justo y suficiente. Expulsar la cultura del despilfarro comestible. Porque, mientras no desmembremos este  sistema alimentario totalitario, lo que engorda, mata.

El incalculable valor de la tierra | Gustavo Duch

«Aún llegaba el olor de incienso desde la alcoba donde el cuerpo de  nuestro padre Aufrasio fue despedido por toda la familia, cuando madre nos llamó. Hacía más de 25 años que no estábamos los ocho hermanos juntos –no queríamos fosilizarnos como aquel pueblo decadente al norte seco y ventoso de Zaragoza. Madre fue contundente:  “Quiero que lo tengáis bien claro, cuando yo falte, igual que dejó dicho vuestro padre, la tierra agrícola que tenemos no se deberá vender. Nos ha dado de comer muchos siglos, os ha criado a todos vosotros y por eso la quiero como a uno más”. Y eso nos dijo ella que, siempre atareada en casa con la comida, la ropa y nuestro cuidado, nunca la vi pisando nuestros campos. Ni creo que sepa dónde están. Y tuvo razón la vieja, hoy sigue dando sustento a Pedro y su familia que decidieron volver al pueblo».

«Tomó las últimas semillas que guardaba de la cosecha pasada y con paciencia las fue moliendo frente a su cabaña, cerca de Werder en los lindes entre Etiopía y Somalia. Al acabar, Negisiti, que ha enterrado a dos hijos y tres nietos por el virus del sida, empezó a cocinar su harina. Bajo sus faldas correteaban tres niñas atraídas por el aroma y el hambre de semanas cuando sorprendentemente Negisiti recogió el alimento y lo mezcló con sus manos entre la tierra unos metros más allá. “Hijas, pidamos a nuestra tierra para que interceda por nosotros y que los creadores hagan llover pronto”».

«Publia fue como siempre la primera en despertarse. Apenas había dormido esta vez, cavilante. Encendió el fogón para dar a su esposo Flore y sus seis niñas y un niño una taza de café antes de marchar. Café del que recogían en su finca, café robusta, secado al sol del verano. Tenían esa noche un largo camino por delante: el trecho a pie que les separaba del río a través del monte, llegar al pueblo en bote y allí esperar al bus que llegaba de recoger campesinos y campesinas de comunidades todavía más remotas. Publia fue despertando a su familia: las niñas mayores la ayudaban. Guardarían las mejores ropas, esas que reservaban para ocasiones muy especiales, para cuando llegaran al bus y no pudieran estropearse, lo mismo los zapatos, que nunca usaban. Marchaban a la ciudad a defender sus tierras, las que iban a ser inundadas si se aprobaba el proyecto de ampliación del canal de Panamá. Cuando lo cruzaron durante el viaje, a la tenue luz del amanecer, las hijas mayores de Publia se pegaron a la ventana: nunca antes lo habían visto. Publia opinó “El río Indio es mucho más bonito”».

En nuestras reuniones de La Vía Campesina[1] se comparten muchas vivencias como estas –de todos los continentes–  y con la tierra cultivable como protagonista, porque para nosotras y nosotros campesinos, ella no es sólo nuestro modo de vida, es, como nos trasmitieron nuestras madres y padres, el principio de todo.

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La berrea: la naturaleza está de moda | Guadalupe Fernández de la Cuesta

El día amanece engalanado con jirones de nieblas bajas que visten de tul los barrancos asomados a los arroyos. Se presiente un día espléndido y hay que aprovechar. El paseo es despacioso y con ganas de enamorarse del paisaje. Surge la caricia de un viento fresco que no daña y la mirada se turba ante esa danza sensual de nubes que rompen al sol y salpican las cumbres de coágulos amarillos. Nuestros pasos se acomodan al silencio del paisaje y mudamos las palabras para espabilar los sentidos, por si acaso. Es posible que se produzca esa aparición mágica de algún ciervo encelado que lo trae en un sinvivir. Ya nos pasó otra vez ¿te acuerdas? Vimos a una manada de cinco ciervas cruzar veloces el camino, muy próximas a nuestros pasos, sin saber ellas que nos habían paralizado el aliento. Fue una ráfaga de gloria. Y una imagen para el recuerdo.

 Levanta la niebla y el camino se dibuja diáfano por entre los matorros. Se escucha el rumor del río y nos envuelve una claridad lechosa en un abrazo cándido, inmaculado. De pronto, unos berridos de ciervos con el celo de la mañana rompen el silencio. No paran. Cómo están hoy, nos decimos con cierta sorna, ya veremos cuando llegue la noche. Escrutamos los claros y no se dejan ver. Lástima. Volveremos sobre nuestros pasos al atardecer para observar la escena de sus conquistas amorosas.

 Ahora sí. Cuando el sol dibuja su bocado de despedida vemos en los linderos del pinar a dos ciervos separados uno de otro que agitan nerviosos su cornamenta. Y nos imaginamos su historia de rivales en el amor. Seguro que estarán marcando su territorialidad con su orín, escarbando el suelo porque cualquier método es válido para sembrar su ADN.  Con sus berridos atraerán a las hembras hasta formar su harén. Y se retarán, claro, contra los intrusos, altivos ellos, majestuosos, con las astas levantadas al claro de la luna proclamando a los cuatro vientos su naturaleza de macho poderoso, hercúleo, imponente. Es ahora cuando surgirá la lucha con pundonor, cumpliendo las reglas de un combate limpio entre ciervos enamorados.

Entrechocarán sus astas y aún no se darán por vencidos hasta que al final, exhaustos y casi desfallecidos, uno de ellos erguirá su cabeza para proclamar su victoria sobre otros menos dotados. Así los vemos nosotros, o así los imaginamos cuando asoman y desparecen por entre los troncos de los pinos.
Desde nuestra atalaya escuchamos el acorde melódico de una berrea que aturde y embelesa. Son, en mi imaginación, las trompas, trombones y la tuba de una orquesta sinfónica interpretando, por ejemplo, “La Cabalgata de las Walquirias” de Richard Wagner ante un auditorio absorto y emocionado. Desde nuestro anfiteatro intuimos al vencedor en la fanfarria final con el canto victorioso del bajo. Un berrido triunfal para las hembras receptoras y sumisas. A veces, en los amaneceres, el vuelo de algún buitre levanta acta de despedida de algún ciervo apasionado que rinde a la Naturaleza su ciclo vital. Nacerán otros cervatillos en la primavera, en medio de toda prudencia y discreción, cuando los grandes machos vaguen sin defensas por la sierra.

La Naturaleza está de moda. Aplaudo aquellas iniciativas, como la de la Casa del Parque de las lagunas glaciares de Neila, que programan actividades para un encuentro real con la “berrea” de los ciervos. Y nos quedan muchas tareas sin hacer para el desarrollo de un turismo rural sostenible. Pues eso: que ya sonó la campana.

Dame pan y dime tonto | Vicent Boix

Durante seis días de la semana su despertador está programado a las dos de la mañana. A esa hora la mayoría estamos atrapados por los encantos de Morfeo, pero Ramón se levanta fielmente y sin rechistar. Legañoso llega al cuarto de baño donde una ducha lo acaba situando en el nuevo día que comienza. Se viste con su ropa de faena, baja por las escaleras apresuradamente y cruza la calle hasta llegar a su panadería. Allí le espera su ayudante, Manolo, que le indica que la noche veraniega está siendo poco generosa con la temperatura, y por tanto, esta madrugada se sudará la gota gorda al lado del horno.

A las seis de la mañana alguien llama a la puerta trasera que da justamente a la sala de fabricación. Ramón deja de amasar y cubierto con una capa de harina abre la puerta. Es Silvia, la encargada de una empresa de embutidos situada en una localidad colindante, que todos los días compra una barra de pan artesano para poder almorzar en el trabajo. Ella siempre repite, que pocas cosas existen como un buen bocado del pan recién hecho que paciente y concienzudamente prepara Ramón. Para Andrea, un oasis en el desierto laboral, que le permite escapar de la realidad protagonizada por el estrés, las reprimendas de su jefe Enrique y el agobio por si la nómina no se ingresa a tiempo.

Ramón lleva treinta años repitiendo la misma rutina y recibiendo alabanzas de una cada vez más mermada clientela, que degusta día tras día ese pan crujiente único e incomparable. Él se muestra feliz, sonriente y bromista, pero dentro de su ser el cansancio y la desazón se van apoderando. Muchos años cumpliendo cabalmente con un trabajo exigente que lo sumerge en un horario agotador, mientras observa impotente como los tiempos cambian y la reciente crisis económica ha torpedeado el futuro de su pequeño negocio. Muchos clientes de antaño pasan de largo a la siguiente calle, donde en un supermercado compran el pan a mitad de precio. La calidad no es comparable, pero estas personas, si hay que apretarse el cinturón, prefieren hacerlo en la comida y no en el teléfono móvil de última generación.

Respetable dice un resignado Ramón, mientras que una comprometida Silvia se despide hasta la madrugada siguiente con un escatológico “Dime qué comes y te diré quién eres”. Manolo cierra la puerta trasera pensativo y le recuerda a su jefe los nuevos ajustes laborales y sociales que anunciaron en el telediario de anoche. Los ricos más ricos y la mayoría más pobre. A este paso, él acabará sucumbiendo ante la dictadura de la banca y comprando el pan en el supermercado de la calle cercana.

Tras una pausa cargada de pesadumbre, Manolo le explica que recientemente vio un par de anuncios de dos grandes empresas que venden pan de molde, que según la propaganda pagada a los medios, están fabricados con estilos y aromas artesanos. Por primera vez en la madrugada Ramón se extraña y frunce el ceño. Piensa en los ejecutivos de esas compañías ¿Se levantarán a las dos de la mañana para cargar los sacos de harina y amasarla? ¿Sacarán el pan del horno con una pala, como hace el panadero artesano de toda la vida?

No hay respuestas y el sigilo se impone, hasta que Manolo abre otro saco de harina y rompe el triste silencio. Interroga a su jefe sobre la fórmula maravillosa propia del druida Panoramix, que permite que un pan “artesano” permanezca comestible durante días y semanas. Pero Ramón ya no hace caso. Se siente ultrajado y piensa si alguien llegará a creerse lo del pan de molde estilo “artesano”. El mercado y las grandes superficies le han quitado a muchos clientes pero ¿Podrán usurparle esa denominación propia de un duro oficio que aprendió de su difunto padre?

Amanece ya y Manolo, sin mala fe, sigue echando leña al fuego y advierte que algo similar está pasando con la horchata. Una empresa que la elabora industrialmente la denominó este verano como “maestro horchatero”. Es más, en su anuncio televisivo, hizo pasar su líquido embotellado como horchata artesana.
Al escuchar esto a Ramón le vienen al recuerdo dos anuncios más, en donde una empresa cervecera y otra de comida rápida, aprovechando el periodo estival, presumieron de vender sus productos en varios países. Piensa en los negocios y artesanos locales que sucumbieron ante la globalización alimentaria, a la vez que le parece contradictorio que se recurra a la diversidad lingüística y cultural para promocionar la uniformidad gastronómica. Asevera mosqueado en lo aburrido que sería dar la vuelta al mundo y encontrarse, en cada ciudad, siempre con el mismo museo, las mismas catedrales y a la gente hablando una misma lengua.

Manolo ya nota demasiada solemnidad y las palabras de su jefe se oyen ligeramente entrecortadas. Espera tranquilamente y cuando las aguas parecen volver a su cauce pronostica en voz alta que el Madrid de Florentino, este año, tampoco ganará nada. Pero de poco sirve cambiar de tema porque Ramón está en su mundo, del que sólo sale a las ocho y media, cuando llega su mujer a abrir su negocio, o lo que es lo mismo, una panadería artesana de las de verdad.

Vicente Boix, escritor, autor del libro El parque de las hamacas.