El incalculable valor de la tierra | Gustavo Duch

«Aún llegaba el olor de incienso desde la alcoba donde el cuerpo de  nuestro padre Aufrasio fue despedido por toda la familia, cuando madre nos llamó. Hacía más de 25 años que no estábamos los ocho hermanos juntos –no queríamos fosilizarnos como aquel pueblo decadente al norte seco y ventoso de Zaragoza. Madre fue contundente:  “Quiero que lo tengáis bien claro, cuando yo falte, igual que dejó dicho vuestro padre, la tierra agrícola que tenemos no se deberá vender. Nos ha dado de comer muchos siglos, os ha criado a todos vosotros y por eso la quiero como a uno más”. Y eso nos dijo ella que, siempre atareada en casa con la comida, la ropa y nuestro cuidado, nunca la vi pisando nuestros campos. Ni creo que sepa dónde están. Y tuvo razón la vieja, hoy sigue dando sustento a Pedro y su familia que decidieron volver al pueblo».

«Tomó las últimas semillas que guardaba de la cosecha pasada y con paciencia las fue moliendo frente a su cabaña, cerca de Werder en los lindes entre Etiopía y Somalia. Al acabar, Negisiti, que ha enterrado a dos hijos y tres nietos por el virus del sida, empezó a cocinar su harina. Bajo sus faldas correteaban tres niñas atraídas por el aroma y el hambre de semanas cuando sorprendentemente Negisiti recogió el alimento y lo mezcló con sus manos entre la tierra unos metros más allá. “Hijas, pidamos a nuestra tierra para que interceda por nosotros y que los creadores hagan llover pronto”».

«Publia fue como siempre la primera en despertarse. Apenas había dormido esta vez, cavilante. Encendió el fogón para dar a su esposo Flore y sus seis niñas y un niño una taza de café antes de marchar. Café del que recogían en su finca, café robusta, secado al sol del verano. Tenían esa noche un largo camino por delante: el trecho a pie que les separaba del río a través del monte, llegar al pueblo en bote y allí esperar al bus que llegaba de recoger campesinos y campesinas de comunidades todavía más remotas. Publia fue despertando a su familia: las niñas mayores la ayudaban. Guardarían las mejores ropas, esas que reservaban para ocasiones muy especiales, para cuando llegaran al bus y no pudieran estropearse, lo mismo los zapatos, que nunca usaban. Marchaban a la ciudad a defender sus tierras, las que iban a ser inundadas si se aprobaba el proyecto de ampliación del canal de Panamá. Cuando lo cruzaron durante el viaje, a la tenue luz del amanecer, las hijas mayores de Publia se pegaron a la ventana: nunca antes lo habían visto. Publia opinó “El río Indio es mucho más bonito”».

En nuestras reuniones de La Vía Campesina[1] se comparten muchas vivencias como estas –de todos los continentes–  y con la tierra cultivable como protagonista, porque para nosotras y nosotros campesinos, ella no es sólo nuestro modo de vida, es, como nos trasmitieron nuestras madres y padres, el principio de todo.

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