Detectives en las granjas | Gustavo Duch

Con la información que nos llegó de Alemania sobre la contaminación de dioxinas en más de 4.000 granjas, la pregunta que surge es: ¿nos hacemos todos vegetarianos estrictos? Porque, ciertamente, son muchos ya los casos de presencia de tóxicos en alimentos de origen animal, de pestes que se hacen gripes y de vacas que se quedan chifladas. Yo tengo mi propia respuesta, sencilla, pero que debo argumentarles.

Más allá de las posibles repercusiones sobre nuestra salud derivadas del consumo de alguno de estos productos, cuestión ciertamente importante, lo que estos escándalos alimentarios ponen en evidencia es claramente el todo de un modelo de producción animal con muchos más problemas que ventajas. Y digo un modelo porque me refiero exclusivamente a la forma imperante –muy lejana al buen saber campesino y ganadero– de engordar y criar animales en batería, estresados y aceleradamente; será por eso por lo que se le llama ganadería industrial o intensiva, porque pareciera que fabricamos cerdos o gallinas como si fueran tuercas o furgonetas.

Analizar la contaminación de dioxinas en Alemania nos da muchas pistas. Cojan una lupa, por favor. En primer lugar advertirán que la contaminación de una única fábrica de piensos podría conllevar riesgo sanitario para muchas personas. Es decir, la lupa nos permite visualizar que este sistema de producción ha perdido su autosuficiencia.
Las granjas industriales de cerdos, vacas o gallinas ya no se alimentan con las materias primas de la misma finca o de fincas cercanas, sino que funcionan totalmente desintegradas de la tierra y el territorio donde se instalan. Necesitan –son 100% dependientes– alimentos a modo de pienso que llegan del exterior.

Además, el modelo político neoliberal ha favorecido una gran concentración del poder en este punto de la cadena alimentaria, y son muy pocas las empresas que controlan todo el mercado de piensos para ganadería. Así, una sola partida de piensos en mal estado contamina a millones de animales. Un dato: una única empresa controla casi el 20% del pienso que se produce en España.

Sin autonomía, los costes de cualquier granja dependen de los mercados mundiales de materias primas, y si –como está ocurriendo en estos meses– la especulación con los cereales o leguminosas provoca un alza de precios en la Bolsa de Chicago, los precios de los piensos de las granjas de Extremadura o Castilla se verán afectados. En definitiva, se trata de un modelo que ha hecho desaparecer de nuestros campos a muchas pequeñas ganaderías.

En segundo lugar, dicen las informaciones que una de las hipótesis de la contaminación del pienso en Alemania es el uso de aceites contaminados procedentes de fábricas de biodiésel por un exceso de pesticidas en la soja del que emana este combustible verde. Si ampliamos estos datos con la lupa que tenemos en la mano, observaremos con preocupación qué les dan de comer a los animales que posteriormente serán nuestro alimento: residuos que los automóviles vomitarían (¿recuerdan hace dos años los debates sobre las bondades de estos agrocombusitibles y cómo nos decían que no competirían con la alimentación de las personas? No, no se complementan, lo rico para los coches, los desechos para las personas) llegados de monocultivos de soja de América del Sur. Son las mismas cosechas de las que se han apropiado oligarquías, terratenientes y grandes corporaciones, expulsando del campo argentino, boliviano, uruguayo, paraguayo… a millones de pequeñas y pequeños campesinos que hoy duermen bajo techos de cartón en las villas miserias.

Los que se quedaron en el campo denuncian constantemente cómo el uso excesivo de pesticidas envenena sus aguas, sus tierras y sus vísceras. Sí –han acertado–, los mismos pesticidas sospechosos del biodiésel.

Vamos, que en uno de los platos de la balanza de la ganadería industrial pueden sumar pobreza en el medio rural, riesgos sanitarios y destrucción del medio ambiente y, en el otro, su capacidad de producir muchos alimentos (o pseudoalimentos).

Sin embargo, tenemos otra forma de producir alimentos de origen animal: la ganadería a pequeña escala extensiva y trashumante, que –en comparación– aporta muchos más beneficios. Comporta un manejo mucho más respetuoso con los animales; genera productos alimenticios de gran calidad; permite aprovechar y mantener ecosistemas de enorme valor ecológico y ambiental, como las dehesas y los pastos de montaña, al igual que aprovecha enormes superficies no aptas para la agricultura; contribuye de manera eficaz a incrementar la materia orgánica y a conservar la cubierta vegetal de los suelos más pobres; contribuye a amortiguar el cambio climático; es un arma eficaz para el control de la proliferación arbustiva y la prevención de incendios; y –fundamental– se convierte en una actividad sostenible que permite a la población en el medio rural involucrarse directa o indirectamente en otros sectores económicos como pequeñas industrias de transformación de alimentos, hostelería o del mantenimiento de los paisajes.

En suma (y esta es mi respuesta al interrogante inicial): hay que poner límites a una ganadería intensiva con la que sólo ganan las grandes corporaciones de la alimentación”.

Somos lo que jugamos | Gustavo Duch

Llevaba tiempo observándoles. Llegaban por la noche arrastrando cada uno de ellos un carrito con las conquistas del día: ropa usada, pedazos de electrodomésticos inservibles y otras cosas desechadas. Bajo las uralitas del antiguo almacén encendían fuego en un bidón… y empezaban a jugar. El tablero de juego consistía en ocho envases de yogur entre cosidos en línea y otros ocho igual, enfrentados, que a velocidad de vértigo llenaban y vaciaban con garbanzos secos. Perdí la timidez y les pregunté -y me explicaron- que jugaban al Awalé.

Busqué información. Tres inmigrantes: dos africanos y un asiático, sabían jugar al juego más jugado en el mundo, el Manqala y en particular a su modalidad del Awalé. Parece que los primeros Manqalas datan del siglo VII, después de Cristo, y han sido localizados en la zona del Golfo de Guinea. Desde allí el juego se extendió por toda África y hoy son muchas las variaciones del juego, lo que se explica por una trasmisión del juego oral, sin instrucciones fijas, de tribu a tribu. Biodiversión frente a monodiversión.
Fueron los comerciantes árabes que frecuentaban la costa oeste africana quienes introdujeron los Manqala en el Oriente Medio y de allí, siguiendo las rutas comerciales, se expandió por toda Asia. Con los ‘mercados de esclavos’ llegó también a las costas americanas. El juego ganó rápidamente muchos adeptos porque «obliga a pensar», me decían. Se sabe que los guerreros de Ghana jugaban al Awalé justo antes de ir a la guerra para poner a prueba su inteligencia y sus habilidades mentales. Y si su rey moría, organizaban unas partidas de Awalé, quien ganara acababa siendo el sucesor. Ejércitos y Monarquías intelectuales. Incluso hay quien dice que con esos tableros se iniciaron sistemas contables. ¿Lo copió Gates para sus hojas de cálculo?
Los instrumentos para jugar son sencillos y en las familias africanas es fácil encontrarse con Awalés hechos por ellas mismas: un trozo de madera excavado y semillas recolectadas. O mis amigos, con una versión reciclada. Juegos irrompibles, sin baterías ni cables. El objetivo del juego es ir recolectando las semillas que nosotros mismos hemos ido sembrando en los pocillos y acabar -claro- con el saco más grande que tu contrincante. Para jugar, una cosa previa es importante, disponer de todas las 64 fichas iguales. Garbanzos o cualquier clase de semillas que no puedan diferenciarse -no hay blancas y negras- y así no pertenecen a ningún jugador. Saben, como gentes que son del campo, que «las semillas son de quien las necesita» Prohibición pues de las patentes de semillas y de las semillas transgénicas.
La estrategia de juego es clara: «Sembrar como es debido si se quiere cosechar como es debido» pero respetando dos normas sagradas. Primero, «no se puede eliminar al adversario» pues si así fuera también se destruiría la tierra que él cultiva. Quien lo hiciera por error, perdería la partida. «Quien destruye la tierra donde cosecha, no podrá cosechar nunca más» dicen los jugadores de Awalé interpelando directamente a la agroindustria, que parece no saber nada de sostenibilidad. Segundo, «no se puede dejar pasar hambre al adversario». Si nuestro rival se queda sin semillas, debemos ceder de las nuestras para que pueda seguir jugando. ¿Solidaridad o hermandad? ‘Te la como y cuento veinte’. ‘Jaque mate’. ‘Vaya a la Cárcel y si quiere quedar libre pague a la Caja 50euros’… y otras expresiones son habituales en nuestros juegos de mesa. Blancas contra negras; quien antes llega, gana; quien más dinero acumula gana… podrían ser espejos de racismo, apresuramiento o acaparamiento, comportamientos que se podrían encasillar -pues de juegos hablamos- como propios de un modelo de vida capitalista.
El Awalé, me dicen junto al fuego, se aprende en menos de cinco minutos. Un buen método para recuperar actitudes de convivencia, respeto, solidaridad y -cómo no- risas y diversión. Sin diversión no hay revolución.

Las lunas mágicas no existen | Vicent Boix

        
De dioxinas y gallinas. Un medio informa que “La fuente del problema parece ser una planta en el norte de Alemania que produce una variedad de materiales utilizados tanto para la fabricación de forraje como para otros procesos industriales como producción de papel.”

Y es que lejos de los mundos de ficción que nos proyectan políticos y meigas, la realidad en las lunas desarrolladas es mucho más cruel y peligrosa de lo que la mayoría cree. Cambios climáticos, crisis energéticas, residuos, contaminación, pérdida de biodiversidad y ahora, un nuevo varapalo al prostituido y vilipendiado modelo alimentario que ha recorrido -más fruto de la desazón que de la gravedad intrínseca- los medios de comunicación del astro mágico.

Algunos podrán minimizar con soslayo la torpeza y otros rasgarse las vestiduras, pero si dentro de la lógica del sistema se contempla alimentar animales con forrajes creados en la misma factoría en donde se elaboran materias primas para productos industriales ¿De qué nos extrañamos cuando unas cuantas dioxinas mareadas por tanto ajetreo, se equivocan de saco y van a parar a las dietas de gallinas y cerdos que viven hacinados en granjas intensivas y que zampan desechos de cualquier tipo?

Antes fueron las vacas locas, los pollos belgas, gripes de diversa índole y cultivos transgénicos mareados que contaminan alimentos normales. Ahora son unas dioxinas impertinentes -y peligrosas- que nos golpean en la cara en pleno paseo por las avenidas de las lunas mágicas, modernas y globalizadas.

Esta nueva crisis alimentaria no es moco de pavo. Se ha hecho pública la existencia de gallinas en Alemania con un nivel de dioxinas el doble de lo permitido y que obligaron a cerrar 4.700 granjas como medida cautelar. Y la contaminación, en una Europa sin fronteras comerciales, se ha propagado a Países Bajos, Eslovaquia y Reino Unido.

Por si faltaba algo más en este despropósito agroalimentario de dimensiones lunares, en los mismos piensos se han encontrado niveles 164 veces más altos de lo permitido, de un pesticida llamado pentaclorofenol que desde 1989 está prohibido en Alemania. Según informan los medios, este agroquímico sí está tolerado en algunos países de Asia y América que lo utilizan en la soja que luego se incluye en piensos… ¿En la soja? ¿Será soja transgénica? ¿Pero las transnacionales interesadas y sus acólitos de la tecnociencia y la política, no nos decían que con los transgénicos se reducirían los impactos de los pesticidas? 

Y es que los que tengan más de 30 recordarán que antes coleccionábamos cromos, y ahora, por el contrario, coleccionamos crisis siendo la agroalimentaria una más a sumar a la financiera, a la económica, a la energética, a la climática, a la moral, a la social, a la laboral, etc. La realidad, en definitiva, nos sacude nuevamente y nos demuestra que el mundo que nos rodea y su realidad, llevan de serie un conjunto de limitaciones y problemas a los que habrá, más temprano que tarde, poner freno. La otra opción es seguir paseando por unas lunas mágicas que nos engullen, nos envenenan y nos abstraen, pero que en realidad no son más que sombras ficticias y cobardes. 

Vicent Boix
Escritor, autor del libro El parque de las hamacas y responsable de Ecología Social de Belianís. 

Repartidora a domicilio | Gustavo Duch


Después de tanta destrucción, las calles acumuladas de pobreza y los campos arruinados, nadie sabía cómo recomenzar o qué paso era el siguiente a dar. Las fábricas de comida preparada a base de nanoproteínas sintéticas y fibras vegetales artificiales, como casi todo, habían sido arrasadas. Se debatieron estrategias: recurramos a las semillas conservadas en los bancos de germoplasma, propusieron desde la Sociedad Imperial Geográfica.

Pero no se ponían de acuerdo con las empresas que las tenían patentadas, no había suficientes y tampoco sabrían cómo poder multiplicarlas. Volvamos a criar ganado, dijeron otros, pero tantos años sin gentes en el campo habían polvorizado la memoria rural, y no sabían ni dónde encontrar especímenes ni qué ni cómo hacer para mantenerlos. La plaga de piojos de mar nacidos en aquellas piscinas de acuacultura ya hacía décadas que habían saltado a todos los océanos y mares causando una infestación irreparable.

Desde un lejano poblado llegó la propuesta acertada. Aquí tenemos a Melinda, su profesión es la más necesaria en estos momentos. Ella es 'Repartidora de Abejas'. Con una bicicleta y un pequeño remolque para las colmenas -como siempre hicieron en su familia- puede llevar enjambres a quien lo solicite. Bien supo ella resguardarlas de la tormenta química, sabiendo que protegía el más fabuloso de los tesoros de la Humanidad.

Porque si algo así pasara, el mundo no podría ser verde, selvático, con frutas, musgos, flores, árboles y setas si no contáramos con la altruista capacidad polinizadora de las abejas. Se sabe que las abejas melíferas suponen más del 90 % de las visitas que reciben las flores de las plantas cultivadas. Miles de pequeños gestos de un valor incalculable, pero que si lo quieren cuantificar, esta polinización supone un beneficio económico para la agricultura española de casi 3.000 millones de euros anuales.

En España somos líderes europeos en colonias de abejas. Se contabiliza una cabaña apícola de 2.459.373 colmenas y más de 5.000 apicultores y apicultoras trabajando -mano con ala- con ellas. Sin embargo, como señala el sindicato agrario COAG, «a pesar de su trascendencia no parece preocupar demasiado a las instituciones la crítica situación del sector apícola, del que depende en la actualidad la supervivencia de las abejas melíferas». COAG denuncia la falta de acompañamiento y apoyo a este sector golpeado por las adversidades climatológicas (que han reducido en un 25% la producción de miel), por el sospechoso y preocupante aumento de la mortandad (en más de un 30%) de individuos derivada fundamentalmente del aumento de pesticidas en la agricultura industrial y por la complicada competencia que para el sector supone la llegada de miel y polen de terceros países.

Lo escuchamos, lo sabemos y lo percibimos, la biodiversidad está gravemente amenazada. Más de un tercio de las especies evaluadas por los diferentes organismos competentes tienen riesgo de extinción y se calcula que el 60% de los ecosistemas del planeta necesitan urgentemente un lavado a fondo para restaurarlos a unas condiciones mínimas. Así, medidas en favor de las abejas y la apicultura, como la que propone COAG de que sean declaradas Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, son actuaciones necesarias para sanar nuestro porvenir.

-«Abejas, abejas para sus jardines y huertos», canturrea dulcemente Melinda.

Ciudadano árbol | César-Javier Palacios


 La ONU ha declarado el 2011 como el Año Internacional de los Bosques para luchar contra la desertización y el cambio climático. También para concienciarnos de su importancia en el desarrollo sostenible del planeta debido a los beneficios económicos, socioculturales y ambientales que proporcionan. Con este fin, durante todo el año se promoverá una intensa acción internacional en pos de la ordenación sostenible, la conservación y el desarrollo de todo tipo de formaciones arbóreas, incluidos los árboles aislados.
Oiremos por lo tanto hablar mucho en los próximos doce meses de bosques, aunque me temo que muy poco de árboles y aún mucho menos de nuestros árboles más próximos, los urbanos, los de las ciudades y pueblos. Sin embargo, son estos los que más cotidianamente sufren la dureza del estresante sistema de vida urbano, condenados a sufrir una y mil agresiones en forma de golpes, contaminación, zanjas o arranques injustificados. Como si no fuera suficiente con meterles en un agujero rodeados de hormigón y exigirles que nos den todo el oxigeno y frescor que darían si creciesen en libertad.
El ciudadano árbol es, sin duda, nuestro vecino más vilipendiado. Lo queremos grande, así que no se aceptan plantones jóvenes que tardarán décadas en llegar al tamaño apetecible por el urbanista para alternarse en las aceras con farolas y papeleras. Pero no aceptamos que siga creciendo, que engrose, eche raíces y ramas, tenga hojas y hasta dé frutos. De esta forma lo podamos hasta límites salvajes. Y no contentos con ello, en lugar de ampliar con el tiempo su mínimo espacio vital se lo vamos reduciendo hasta estrangularlo.
Es escalofriante el número de árboles que todos los años mueren en las ciudades. “Por cada árbol que cortamos plantamos diez”, justifica el alcalde de mi pueblo cada vez que protagoniza un nuevo arboricidio. No me vale. Cada ejemplar, como cada ser vivo, es insustituible. Arrancó un árbol centenario que había dado sombra a Unamuno con la excusa de estar estropeando el embaldosado y esa calle nunca volverá a ser la misma.
Como se reconoce en la Declaración del Derecho al Árbol en la Ciudad o Carta de Barcelona, “la ciudad necesita el árbol como un elemento esencial para garantizar la vida”. Y aún más: “El árbol contribuye al enraizamiento de la cultura en el lugar y en la mejora de las condiciones de habitabilidad en el medio urbano, factores ambos determinantes de la calidad de vida en la ciudad”.
Esta declaración es de 1995 y ha sido suscrita por numerosos Ayuntamientos españoles. 15 años después, basta con pasearse por cualquier calle para ver que el árbol sigue siendo el ciudadano pobre y maltratado de las urbes.

Los verdes años | Guillermo Rancés

Es casi seguro que recordamos nuestra juventud con añoranza, un sentir natural sobre todo si han pasado cincuenta y dos años. Pero pienso que hay que recordarlos con alegría, un sentir que no desea volver al pasado. La añoranza, en cambio, sí, algo que es inútil y contraproducente pues empaña lo positivo  del recuerdo, el rastro espiritual que ha dejado nuestro vivir.

La foto que vemos está tomada en Loredo, un pueblo situado cerca de Santander al otro de la bahía. Nos encontramos a la puerta de la casa de nuestro común amigo Ángel Colina.
El que acompaña a Félix en la foto es Óscar Odriozola. Acabábamos de regresar de hacer pesca submarina en la cercana Poza de Sarreda, ya sabéis, en donde vivía “mi amigo el pulpo”.

Félix no pescaba, solo nos acompañaba y así se divertía. Yo no puedo decir lo mismo,  fui un entusiasta pescador aunque últimamente solo con caña.

La foto es de 1958 y  pertenece a nuestros “verdes años” cuando teníamos el mundo por estrenar y la vida por delante.

Félix era, por aquel entonces, un alegre pero serio amigo que contemplaba nuestras evoluciones submarinas con interés pero sin afición sub-cinegética. Aun no había tenido ocasión de poner de manifiesto su pasión divulgadora. En aquella época practicaba la cetrería, tenía halcones y azores que adiestraba consiguiendo, además, su mantenimiento contratándolos para el cine.

Fueron años de una alegre, verde y fértil juventud en los que se gestó nuestro futuro, un futuro en el que floreció el amor y el entusiasmo sin límites de Félix por la Naturaleza.

En los años siguientes Óscar y yo diluimos nuestros quehaceres en lo prosaico, solo reverdecíamos durante el verano. Mientras tanto Félix fue desarrollando con amor, tenacidad y entusiasmo aquellos brotes verdes juveniles.

Y así su singular y apasionada palabra fue prendiendo en el corazón de las gentes y por eso en la actualidad, sobrevive su recuerdo, respeto y admiración  para generar creativos y sólidos “años verdes” en beneficio de la Naturaleza.

El recuerdo de Félix que ha perdurado en nosotros es un cariñoso  festivo y orgulloso recuerdo; en el resto de los españoles un sentimiento de admiración respeto y agradecimiento.

Homogenización biótica | Miguel Martín Álvarez

La degradación general de los ecosistemas es un hecho en la mayor parte del planeta. Por ejemplo, el uso intensivo del suelo por la agricultura convencional, además de agotar este recurso, suele contaminar sustratos y acuíferos al utilizar plaguicidas y aumentar exponencialmente la concentración natural de nitratos en el terreno. El aumento de las temperaturas, la contaminación, la superpoblación, el cambio de los períodos de las precipitaciones y la cantidad de estas contribuyen, entre otros, a la degradación de los ecosistemas -tanto terrestres como acuáticos- incrementando la complejidad del problema.

    Uno de los efectos más visibles de la degradación de los ecosistemas es la proliferación de las especies invasoras, vegetales o animales. En Europa se han censado más de 10.000 especies exóticas; unas 1.400 en España. Para hacerse una idea de este problema la Estrategia de la Unión Europea sobre Especies Invasoras ha estimado en unos 20.000 millones de euros anuales el coste que conlleva la invasión de estas especies. Cuando se habla de este tema se suele pensar en especies alóctonas, es decir, ajenas a la región en la que se encuentran; suelen destacar por su exotismo y nos llaman la atención. Sin embargo, la mayor parte son especies autóctonas pero que han proliferado más allá de sus hábitats naturales. La ortiga o la jara son casos bien conocidos.

    La invasión creciente de una serie de especies provoca en el medio ambiente serios trastornos en casi todos los niveles tróficos. El ser humano ha modificado desde el principio de los tiempos su entorno, acentuando esta tendencia a partir de la implantación de la agricultura y la ganadería en los comienzos de la civilización y agudizándola en la era industrial. Una parte de los seres vivos se han adaptado como han podido a las cambiantes circunstancias producidas por los humanos -en un período de tiempo muy corto si hablamos en términos evolutivos-. Otra fracción ha sucumbido y se ha extinguido. Las especies que se denominan invasoras, exóticas o no, tan solo han aprovechado unas circunstancias que les han resultado favorables. Muchas son especies generalistas, suelen ser poco exigentes con los diversos parámetros ambientales y, por otra parte, el medio antrópico les resulta un hábitat excelente para desarrollarse.

    Esto conlleva una reducción del número de especies en la biosfera, tanto de flora como de fauna. Ha disminuido considerablemente la diversidad biológica en la Tierra por el simple hecho de que unas pocas especies ocupan y dominan los diversos hábitats. Algunos autores explican que todo ello ha desembocado en una uniformización, una homogenización biótica, a escala planetaria: cada vez hay menos especies y las que prosperan son cada vez más ubicuas ante la falta de competencia.

    Para el hombre y para la naturaleza, la pérdida de esta diversidad biótica conlleva unas consecuencias difíciles de analizar por la envergadura y la complejidad del asunto. Y, además, da la desagradable impresión que tal homogenización se da a todos los niveles actualmente: en la naturaleza, en el sistema político, en el económico, en el pensamiento y hasta en la forma de ser de cada uno.