4 jul 2011
8:58
Se estrena el verano con ganas de apuntar las temperaturas por todo lo alto. Nos ha sorprendido de puntillas: con la lumbre a medio apagar y los cuerpos abrigados al relente de la tarde. El sol cae en las horas del mediodía sin un resquicio de sombra, y a nosotros, los del frío en la sierra, nos sale la queja y el sudor en el mismo instante que abrimos las puertas de las casas y echamos un pie a la calle.
Puede ser un milagro, y de hecho lo es, que un haya te cobije en parajes próximos a ríos o arroyos con rumores de agua cantarina cuando el calor alcanza su cenit. Y aún más: que mojes los pies descalzos chapándote en la corriente envueltos en aros de mojadura helada y salpicaduras en la piel. Y puede ser la misma gloria, si bajo la sombra densa y umbrosa, mil veces cantadas por los poetas, se enredan entre las manos las páginas de un libro, que no has podido olvidar por esa complicidad mutua del autor que te atrapa en su historia y el lector que se ha dejado seducir. Y olvidas el tiempo, los quehaceres, las preocupaciones. Y entregas la imaginación en cada frase con toda la sensualidad, como un amante. Y te pierdes por los vericuetos de las otras vidas contadas en otros tiempos y en otros parajes. Es la soledad sonora de Antonio Gala. Es la exaltación del goce de los sentidos. Es el paroxismo de las emociones del alma. En el verano los pueblos despiertan de su letargo atraídos por la llegada de los veraneantes. La vecindad holgada por entre casas de postigos cerrados cose ahora sus voces en las paredes colindantes y enredan la plática desde las puertas abiertas. Son las personas mayores que cobijan los inviernos fuera de la nieve y los hielos los primeros en regresar a sus casas de siempre, aquellas donde iniciaron un proyecto de vida, criaron a los hijos y sintieron el primer estremecimiento de su ausencia cuando salieron del pueblo para estudiar o encontrar un trabajo: pequeñas soledades unidas en la pirámide del éxodo hasta coronar el vértice de la diáspora, de la despoblación.
El calor cobija el aliento de las vacaciones. Los niños van llegando en sucesivas remesas a las casas de los abuelos y pueblan las calles de voces y juegos. En el aire se dibujan vidas futuras que saben de libertad, de naturaleza, de animales, de atardeceres de fuego, de cielos estrellados, de arcoiris imponentes… que saben pintar gallinas, burros, vacas, huertos, ríos, pinos… que olvidan por un tiempo el asfalto, los coches, la contaminación…, y que son felices. Cae la tarde. El paisaje languidece y se perfilan en negro las cumbres de las montañas. Las huellas de mis sueños no son menos reales que las de mis palabras.
Esta crisis económica tan brutal que estamos padeciendo obliga a un cambio de estrategia en el mapa económico. La gente erudita, nuestros dirigentes políticos y demás fuerzas vivas han de sustituir un “mercadeo” a todas luces agonizante por otras propuestas de progreso. ¿No tendremos algo qué decir los pueblos sobre el desarrollo rural? ¿Es terreno baldío tanta riqueza en los montes? ¿Nos tienen en cuenta o sólo se acuerdan de nosotros para reducir el número de ayuntamientos por un populismo espurio? Con todas las premisas expuestas es muy fácil construir un silogismo: Ahí va: primera proposición: los pueblos ofrecen a los ciudadanos una vida más saludable sobre todo para los niños; segunda proposición: los pueblos pueden ser un potencial económico de futuro. Conclusión: Los pueblos deben ser lugares de inmigración progresiva. ¡Qué vivan los pueblos!
Sol y sombras | Guadalupe Fernández de la Cuesta
Se estrena el verano con ganas de apuntar las temperaturas por todo lo alto. Nos ha sorprendido de puntillas: con la lumbre a medio apagar y los cuerpos abrigados al relente de la tarde. El sol cae en las horas del mediodía sin un resquicio de sombra, y a nosotros, los del frío en la sierra, nos sale la queja y el sudor en el mismo instante que abrimos las puertas de las casas y echamos un pie a la calle.
Puede ser un milagro, y de hecho lo es, que un haya te cobije en parajes próximos a ríos o arroyos con rumores de agua cantarina cuando el calor alcanza su cenit. Y aún más: que mojes los pies descalzos chapándote en la corriente envueltos en aros de mojadura helada y salpicaduras en la piel. Y puede ser la misma gloria, si bajo la sombra densa y umbrosa, mil veces cantadas por los poetas, se enredan entre las manos las páginas de un libro, que no has podido olvidar por esa complicidad mutua del autor que te atrapa en su historia y el lector que se ha dejado seducir. Y olvidas el tiempo, los quehaceres, las preocupaciones. Y entregas la imaginación en cada frase con toda la sensualidad, como un amante. Y te pierdes por los vericuetos de las otras vidas contadas en otros tiempos y en otros parajes. Es la soledad sonora de Antonio Gala. Es la exaltación del goce de los sentidos. Es el paroxismo de las emociones del alma. En el verano los pueblos despiertan de su letargo atraídos por la llegada de los veraneantes. La vecindad holgada por entre casas de postigos cerrados cose ahora sus voces en las paredes colindantes y enredan la plática desde las puertas abiertas. Son las personas mayores que cobijan los inviernos fuera de la nieve y los hielos los primeros en regresar a sus casas de siempre, aquellas donde iniciaron un proyecto de vida, criaron a los hijos y sintieron el primer estremecimiento de su ausencia cuando salieron del pueblo para estudiar o encontrar un trabajo: pequeñas soledades unidas en la pirámide del éxodo hasta coronar el vértice de la diáspora, de la despoblación.
El calor cobija el aliento de las vacaciones. Los niños van llegando en sucesivas remesas a las casas de los abuelos y pueblan las calles de voces y juegos. En el aire se dibujan vidas futuras que saben de libertad, de naturaleza, de animales, de atardeceres de fuego, de cielos estrellados, de arcoiris imponentes… que saben pintar gallinas, burros, vacas, huertos, ríos, pinos… que olvidan por un tiempo el asfalto, los coches, la contaminación…, y que son felices. Cae la tarde. El paisaje languidece y se perfilan en negro las cumbres de las montañas. Las huellas de mis sueños no son menos reales que las de mis palabras.
Esta crisis económica tan brutal que estamos padeciendo obliga a un cambio de estrategia en el mapa económico. La gente erudita, nuestros dirigentes políticos y demás fuerzas vivas han de sustituir un “mercadeo” a todas luces agonizante por otras propuestas de progreso. ¿No tendremos algo qué decir los pueblos sobre el desarrollo rural? ¿Es terreno baldío tanta riqueza en los montes? ¿Nos tienen en cuenta o sólo se acuerdan de nosotros para reducir el número de ayuntamientos por un populismo espurio? Con todas las premisas expuestas es muy fácil construir un silogismo: Ahí va: primera proposición: los pueblos ofrecen a los ciudadanos una vida más saludable sobre todo para los niños; segunda proposición: los pueblos pueden ser un potencial económico de futuro. Conclusión: Los pueblos deben ser lugares de inmigración progresiva. ¡Qué vivan los pueblos!
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2 comentarios:
Que razón... la urbe termina contaminándonos a todo, estamos arrastrados por ese ritmo frenético y estresante, donde se hace imposible hasta vivir, al final la sociedad marca la linea por donde ir, si te sales de ella, eres visto como un ser extraño que piensa en contra de los demás... no puede haber un término medio?
Un gran artículo, me alegra leer cosas así un lunes... gracias
Todo gira, todo cambia... no hay que olvidar todo lo que uno ha aprendido o vivido hasta este punto. Todo han sido prefacios. Todo han sido llaves para entender el claro del inicio de una serie escrita. ¿Quieres saber la verdadera historia de Crónicas de Krakauer? Adelante, pulsa el link: http://cronicasdekrakauer.blogspot.com/
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