Se desvanece el verano | Guadalupe Fernández de la Cuesta

De pronto se han consumido las fechas en el calendario con la misma indiferencia que damos al transcurso de las aguas por los cauces de los ríos o al viento que altera la quietud de la veleta. No sabemos en qué momento los helechos han humillado sus testas ocres y anuncian el otoño; cuándo el color morado de de las flores del tardío (los “espanta pastores”) tiñe de ausencias el paisaje; cómo se han ido enterrando tantos matices del verde intenso de los prados entre derrumbes y rastrojeras; en qué lugar y hora descubrimos nuestras sombras alargadas si hace nada, en ese mismo contexto ellas lamían nuestros pies… El sol enciende la madrugada con nuevas mordeduras en la línea del horizonte y arrastra hasta el ocaso el declive de su viaje. Caen las horas del reloj vencidas por el silencio de los anocheceres más tempranos: nuevos acordes del tiempo en el armónico deambular de la vida.

Los niños entretienen las últimas fechas del verano en los preparativos del cole: algunos finalizan remisos aquellas tareas escolares inacabadas y otros van consumiendo los juegos con ese tinte nostálgico de los finales de los cuentos. Los pueblos, en estas fechas, se van quedando vacíos de gentes y aguardan soledades y sueños de esperanza para las próximas vacaciones. Los mayores inician ahora toda suerte de buenas intenciones: no caer en excesos de comidas y bebidas, equilibrar el sueño, ordenar los asuntos pendientes y crear hábitos saludables.

El aprendizaje no se detiene con la edad. Al menos si uno se resiste a crear compartimentos estancos en nuestro cerebro donde nada fluye excepto nuestras propias convicciones. No es menos cierto que nuestra mente padece el envejecimiento de las neuronas y la memoria anda alicaída, pero aún con estos deterioros podemos levantar los anclajes de un comportamiento tozudo y mover la voluntad para la reflexión y la actitud positiva. Confieso que los niños han construido en buena medida, ya en la madurez, mi aprendizaje social y emocional. Ellos traducen el mundo afectivo que les rodea en sucesivos cambios de conducta según la solidez y estabilidad de la familia, del colegio, de los amigos…

Cuando su contexto familiar es de absoluto abandono no es difícil intuir que aquellos niños pequeños que en su etapa escolar comparten actitudes y hábitos con sus compañeros de clase, con un nivel de aprendizaje acorde con los contenidos del curso, puedan alcanzar las puertas de la delincuencia en las edades adolescentes Y abandonados están los niños “de la llave” que abren sus casas vacías sin una mano que los acaricie y ayude en sus tareas; los que duermen en “camas calientes” por el trabajo nocturno de su cuidador, sea el padre o la madre o algún pariente; los que por su aspecto sufren del racismo no explícito pero sí tolerado por la sociedad benévola; los que son excluidos de otros “coles” por razones de categoría social…

Cuando delante de mí caminan hacia hogares inexistentes los niños de la marginalidad pienso en las gentes que podrían adoptarlos y suplir sus carencias afectivas ¿Lo conseguirían, tal vez, una pareja no convencional? Sólo importa que los cuiden, los protejan y los quieran. Y mucho ¿Es que acaso esos niños han vivido la identidad de un padre y una madre? Nos debe preocupar, sobre todo las vidas de los menores que ya pisan la realidad. Creo que para cerrar cárceles hay que abrir los afectos. Pues eso.

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