La yogurtera

La recuerdo llegando del trabajo y poniéndose a arreglar las cosas de la casa. Con ropa de una habitación a otra, tendiendo, planchando y entrando y saliendo de la cocina, donde demostraba su sentido de la organización y del ahorro. Como con su yogurtera. No era eléctrica, simplemente un recipiente grande que podía taparse bien y donde cabían nueve vasitos alargados de plástico. Su pequeña fábrica de hacer yogures para la familia -que eso era la yogurtera- se puso en marcha comprando uno en el colmado de la esquina que mezcló con leche, rellenando a continuación los 9 vasitos.

Una vez colocados dentro del recipiente rellenaba éste de agua caliente, lo tapaba y lo envolvía con trapos para mantener el calor. A la mañana siguiente ya teníamos los yogures cuajados. Mi madre reservaba uno de ellos y así podía continuar su producción infinita y (casi) autónoma de yogures. Otros días teníamos de postre algo muy exquisito; bueno, a mí me gustaban mucho. El pan atrasado que guardaba de días anteriores lo cortaba en finas rebanadas y las remojaba en leche, para freírlas en la sartén rebozadas en huevo. Las servía espolvoreadas con azúcar y canela. Y el postre tiene nombre de solera: torrijas de santa Teresa.

Seguro que en muchas casas se siguen haciendo postres como estos y otros parecidos, nacidos de antiguas sabidurías del reciclaje y la dedicación. Pero seguro también que la omnipresencia de los supermercados (distribuidores oficiales de las empresas de la transformación alimentaria como Danone, Panrico o Nestlé, con sus yogures, bollería o natillas) han desplazado estas recetas. Y después llega el olvido, y se nos olvidan -casi- para siempre.

¡Los mismos conocimientos que las mujeres del campo han acumulado y aplicado para la producción de alimentos! Como explica Vandana Shiva, «los huertos domésticos que las mujeres mantienen son, muchas veces, verdaderos laboratorios experimentales informales (…)», y pone el ejemplo de India, donde las mujeres utilizan 150 especies diferentes de plantas para la alimentación humana y animal y para el cuidado de la salud. Pero de la misma manera que con las prácticas culinarias, la globalización neoliberal llegó para uniformar y desplazar los conocimientos campesinos.

La agricultura de la autonomía y la diversidad, la que camina en cooperación con la Naturaleza, la que es espacio colectivo y femenino, la que ha sabido alimentar al mundo durante milenios, está siendo sustituida por la agricultura de máquinas que explotan la Naturaleza, que quieren dominarla, y para ello la envenenan, maltratan y reducen a simples e inmensos monocultivos. Que, reflejados como en un espejo, se nos muestran en los mercados con una monótona y pobre oferta de verduras y otros alimentos. Una agricultura masculinizada para dominar a nuestra Madre.

Gustavo Duch. El Correo

Papá, ven en tren



Corría el verano de 1973 cuando Renfe nos sorprendió a todos con un curioso anuncio publicitario. Un niño, en vez de despedirse de su padre con el tradicional “Papá no corras”, le pedía: “Papá, ven en tren”. Algunos malintencionados le añadían jocosos: “Aunque mamá dice que mejor no vengas”.

Fue la primera campaña española reivindicando el uso del ferrocarril como transporte rápido y seguro. Un intento de acabar con esa mala imagen que desde la llegada apenas una década antes del automóvil (del popular Seiscientos) había ido tomando el tren como medio demasiado cutre, sucio e imprevisible.

Mucho ha cambiado el transporte ferroviario en estos casi 40 años de la mano del AVE, el Estrella o el Euromed. A pesar de todo, en nuestro inconsciente colectivo lo seguimos mirando con reticencia. Y seguimos apostando por el transporte aéreo como el summum de la modernidad, subvencionándolo y queriendo colocar como mínimo un aeropuerto en cada provincia. Craso error. No hay mejor transporte que el tren, ni ninguno más ambientalmente respetuoso después de la bicicleta. Para trayectos medios o cortos tan sólo produce 60 gramos de CO2 por pasajero y kilómetro, frente a los entre 300 y 400 de un avión o los 320 de un coche moviéndose por la ciudad.

Es más, según un informe de Greenpeace, si se tienen en cuenta todos los costes reales del transporte, resulta claramente más barato el ferrocarril (17,9 euros para desplazar un kilómetro a 1.000 viajeros o a 1.000 toneladas), lo que supone casi cinco veces menos que la media del transporte por carretera (87,7 euros) y más de 15 veces inferior al de la aviación (271,3 euros).

Las ventajas del tren no son sólo medioambientales. En el tren puedes leer, echar una siesta, comer gracias a su servicio de restaurante, hablar por teléfono sin miedo a las multas o contemplar extasiado el paisaje. Su siniestralidad es la más baja de todos los sistemas de transporte, el más seguro. También resulta cada día más puntual, sin necesidad de tener que estar con dos horas de antelación y sufrir largos procesos de control antes de embarcar, como nos ocurre en los aviones. Viajando en tren destrozas menos el paisaje e incides mucho menos en los estragos estéticos que las autopistas provocan en nuestro entorno. Además sus estaciones están siempre en el centro de las ciudades, frente a la lejanía tradicional de los aeropuertos. Sin caravanas, agobios ni malos modos.

Es verdad, el servicio de Renfe debe mejorar aún mucho más, especialmente los servicios de Cercanías de las pequeñas ciudades. Ofertar el tren como atractivo turístico, abaratar sus precios para ofrecer máxima competitividad. Pero la elección es clara: “Papá, hijo, amigo, ven en tren”. Todos ganaremos con ello.

César-Javier Palacios
Fundación Félix Rodríguez de la Fuente

Alcornoques en peligro

Desde que a mediados del siglo XVII el monje benedictino Dom Pérignon descubriera las cualidades especiales del corcho para cerrar y conservar las botellas de vino, la historia de vides y alcornoques ha ido estrechamente unida. A su sombra, dos paisajes singulares, viñedos y dehesas, se convirtieron en símbolo de riqueza económica pero también natural. Especialmente los antiguos alcornocales, cuyo sabio manejo forestal y ganadero los transformó en singular santuario natural de nuestra fauna más amenazada.

La seca, una enfermedad producida por una serie de hongos y cuya extensión se está viendo favorecida por las sequías derivadas del cambio climático, está provocando la muerte de miles de encinas y alcornoques. Sin embargo, éste no es el peligro real. El auténtico peligro es la imparable generalización del tapón de silicona o plástico como cierre en las botellas de vino. Algo aparentemente tan anecdótico está acabando con una ejemplar relación milenaria entre el hombre y la naturaleza, poniendo en serio peligro miles de hectáreas de nuestros mejores bosques mediterráneos. Porque si el corcho deja de ser rentable, los alcornocales dejarán igualmente de serlo. 

Con su desaparición moriría además una de las pocas industrias artesanales, sostenibles y respetuosas con el medio ambiente que nos quedan. El problema, como ven, no es baladí.
En el mundo hay algo más de dos millones de hectáreas de alcornocal, de las que unas 450.000 se encuentran en España. La industria europea derivada de la corteza de esta querciana produce 340.000 toneladas de corcho al año, por un valor de 2,5 millones de euros, y da empleo a 30.000 personas. Sólo los tapones para vino suponen un 80% del negocio. Y aunque los de plástico cuestan casi lo mismo que los naturales, se supone que con su uso se evitan los problemas de acorchamiento de los caldos, algo que en realidad sólo afecta al 0,6% de las botellas.

A pesar de ello, en América, Reino Unido o Australia el tapón industrial está desbancando al natural, por otra parte, el único que permite respirar y evolucionar al vino. Y el consumo de corcho está cayendo. Parece increíble, pero el futuro de linces, águilas imperiales y buitres negros puede depender de algo tan aparentemente banal como es el cierre de una botella.

Una vez más, en nuestro papel de consumidores medioambientalmente responsables podemos tener la solución. ¿Cómo? Rechazando esas botellas que no usan tapones de corcho. E incluso instando a las autoridades a la existencia de un tipo específico de etiquetado donde se destaque la utilización de corcho natural. Porque no sé ustedes, pero yo, cada vez que abro una botella de vino huelo su tapón. Y el olor de esa corteza porosa, además de adelantarme las excelencias del vino, me arrastra a los alcornocales originarios donde todo es paz y sosiego. Los de plástico sólo huelen a desarrollo insostenible.

César-Javier Palacios
Fundación Félix Rodríguez de la Fuente

El frío

Siguen las nevadas sobre la sierra. Cuchillos de viento helado cortan el aliento en volutas de vapor que envuelven el sonido quedo de las palabras. En la nieve se graban las primeras huellas de una vida hecha de silencios y pereza. Las gentes no detienen la conversación en la calle y hacen el comentario apresurado sobre el frío, sobre la nieve que corta las carreteras y sobre el paisaje de estaño de la nevada. Unos gigantescos osos glaciares levantan sus lomos en las laderas montañosas y perforan con su hocico un horizonte roto por las nubes de invierno.

A los lados de sus imponentes barrigas corren los regatos de cristal y bajo sus patas traseras se perfilan los valles por donde discurren los aprendices de ríos abiertos bajo los árboles y espinos de ramas desnudas. Un sol avaro acorta su recorrido y desdeña las umbrías donde las sombras son el preámbulo de anocheceres tempranos. En el pinar los copos de nieve bordan sus plumas blancas en las ramas como alas de arcángeles en vuelo celestial. Un aroma de resinas y de humedales cerca el ambiente y un silencio de catedral apenas roto por el leve quejido del pinar invita a profundas reflexiones. Todo este lirismo se rebela cuando tras las cumbres asoma la amenaza de un temporal. Las ventiscas levantan remolinos de nieve que clavan sus agudos alfileres en cualquier entrante de nuestros cuerpos encogidos. Entonces toda la poesía de la nieve se encierra en las cocinas donde el calor desentumece la piel helada y el habla.

      Yo soy hija del frío. El que ha tenido frío de pequeño, lo guarda para toda su vida porque ese frío de la infancia no se va nunca. Recuerdo las sábanas heladas en unas camas altas como catafalcos; la lumbre baja en las cocinas que aproximaban el calor por delante y dejaban la espalda helada; y las otras cocinas, las económicas, de hierro, con el depósito de agua caliente. El calor tenía en el recinto de las cocinas su único alojamiento. A través de las rendijas de las puertas y de las ventanas se colaban láminas de frío que reptaban por el suelo, se fijaban a las paredes, a las sillas, y formaban parte de la atmósfera de la casa. “Cierra la puerta que por ahí vienen los catarros…”.

El invierno era la frialdad de la existencia que combatíamos a medias con las ropas de abrigo. Las niñas no usábamos pantalones, por eso de la transgresión moral, y nuestros “penetrales” bajeros quedaban cubiertos apenas con unas sayas, unos abrigos volanderos y medias hasta la rodilla. Para abrigar bien el pecho las madres nos tejían unas camisas de tirantes de pura lana que picaban mucho. En la adolescencia, cuando ya vestíamos faldas de tubo, sorteábamos la nieve con zapatos finos y medias de cristal con ligas para ir a misa los domingos.

En el suelo de la iglesia, unas huellas hechas de nieve eran testigos permanentes de frío mientras duraba la celebración litúrgica. Los días de diario calzábamos zapatos de goma con pelusilla por dentro para abrigar los pies ateridos. Claro que esa protección era como de mentira porque se esfumaba pronto. En la escuela la frialdad iba asociada al humo de la estufa que no molestaba porque había lumbre. Luego ya viví una nueva forma de calefacción –la gloria- en unas escuelas nuevas. Aquello ya nos parecía la cima del progreso.

Ahora, bien equipados, los jóvenes y menos jóvenes disfrutan de la nieve. Así cualquiera. ¡Cómo los envidio! Yo llevo mi contador del frío a tope a pesar de la ropa de abrigo. Soy una arrecida. ¡Qué pena! 

Guadalupe Fernández de la Cuesta

La ponzoña del veneno

“Hay que acabar con esa ponzoña”, repetía una y mil veces Félix Rodríguez de la Fuente allí donde estuviera. En su riquísimo castellano, trufado de palabras únicas, llamaba ponzoña al veneno. ¡Qué genio del lenguaje! Según la Real Academia de la Lengua Española, ponzoña hace referencia a una sustancia nociva para la salud, pero también destructiva de la vida. Y eso son precisamente los cebos envenenados arrojados inconscientemente al campo para acabar con la vida de águilas, lobos, osos, linces, quebrantahuesos, alimoches, milanos: pura ponzoña. Indiscriminada y cruel, ilegal pero generalizada, estúpida.

La erradicación de la estricnina en el campo fue sin duda una de las mayores contribuciones de Félix Rodríguez de la Fuente a la preservación de la Naturaleza en España. Sus imágenes desgarradoras, terribles, de cómo la cadena del veneno pasaba entre terribles estertores de agonía de la urraca al zorro, y del zorro al buitre, lograron acabar con esa lacra en muy poco tiempo, antes incluso de que la ley lo prohibiera.

Pero el asesino silencioso, el terrible envenenador de nuestros montes, ha vuelto. Y con más energía si cabe que nunca. Regresa a lomos de la comodidad urbana, de emplear remedios rápidos y sencillos contra todo aquello que nos molesta en el campo, que reduce nuestro negocio. Para eliminar aquellos animales supuestamente perjudiciales para la caza o la ganadería; también los meramente incómodos como perros y gatos.

Ya no usan estricnina, prohibida desde 1994. En su lugar emplean insecticidas y pesticidas muy tóxicos como el aldicarb o los carbofuranos, los mismos utilizados en la agricultura sólo que en concentraciones altísimas. Los cebos son tan variados como peligrosos, pues se envenena todo tipo de alimentos, desde trozos de carne o despojos, hasta huevos, comida precocinada, embutidos e incluso tortilla de patata. De esta forma el riesgo no es tan sólo para la fauna, también lo es para nosotros.

Sí es verdad. El uso de venenos está tipificado como delito en el Código Penal vigente, pero las Administraciones no son todavía conscientes de la gravedad de un problema que, lejos de disminuir, va en preocupante aumento. Son muy pocos los envenenadores descubiertos y menos aún los condenados. También son muy escasos los cotos de caza cerrados por haber puesto veneno en sus terrenos. Envenenar sale prácticamente gratis, pues la impunidad da alas a los delincuentes ambientales para seguir cometiendo este tipo de fechorías.

Los pocos casos descubiertos y condenados son tan sólo la punta del iceberg de un problema de proporciones colosales. Dado que los expertos calculan que los animales intoxicados detectados representan entre un 5 y un 15% del total real, Ecologistas en Acción calcula que el número de animales protegidos muertos en España en los últimos 15 años es más de 70.000 y el número total de animales envenenados puede superar con facilidad los 200.000.

¿Seremos capaces de acabar alguna vez con el veneno? Lo conseguimos una vez, pero teníamos a Félix. Para lograrlo de nuevo nos haría falta recuperar ese espíritu suyo de intenso respeto al entorno, de amor a la Naturaleza, a toda ella. Y lo necesitamos cuanto antes. O acabaremos tan emponzoñados como nuestra fauna.

César-Javier Palacios
Fundación Félix Rodríguez de la Fuente

Triste y oscura

El invierno escribe en sus páginas de nieve y frío una lista de ausencias: nombres de gentes mayores que cobijan su aliento en otros rincones de una ciudad cualquiera. Allí pueden abrigar de manera más confortable las bajas temperaturas y disfrutar de la proximidad de unos hijos que tejieron sus vidas fuera del pueblo. Las casas de los que se van permanecen mudas con los postigos de las ventanas cerrados y las puertas blindadas al temporal.

El silencio se acomoda en las calles y la vida se estrecha en el ir y venir de unos pasos apresurados y en el humo de algunas chimeneas encendidas. Ahora los días alargan sus horas de luz y trenzan esperanzas nuevas para la próxima primavera cuando las solanas aproximan a las gentes para una tertulia clarividente y sosegada. Nuestros pueblos han envejecido y arrastran, nostálgicos y apesadumbrados, los achaques de la decadencia.

La geografía agranda los enclaves de las capitales y borra de los mapas los núcleos rurales de población reducida. No es un problema aislado de municipios encajados en parajes más o menos inhóspitos sino que el mundo rural ha dejado de pertenecer al ámbito de los grandes avances tecnológicos y de comunicación –también del ocio y del entretenimiento- que atrae como un imán a los que buscan el atractivo de un futuro más estable y acomodado. Es un mal de muchos que no da consuelo ni a los tontos, ni a los listos.

La Asociación Española de Municipios Contra la Despoblación –muncondes@terra.es- en recientes encuestas destaca que en los núcleos rurales de menos de 1000 habitantes un 65% de población supera los 65 años; un 10% los 85 y no hay jóvenes ni adolescentes. Esta Asociación está integrada en el programa europeo para el desarrollo rural Leader Plus. En España existe un programa de ayuda a los pueblos, Feader, y unos teléfonos de información donde se pueden explorar otras vías de progreso y reconvertir el mundo rural con nuevos proyectos de futuro. En el buscador Google se puede encontrar información.

Nuestra orografía de la sierra sabe de paisajes montañosos entrañables que mecen a la Laguna Negra de Soria y a las Lagunas Glaciares de Neila. Son tierras que escriben la Prehistoria en las huellas de Dinosaurios de Salas de los Infantes, de Regumiel; en los árboles fósiles de Hacinas... Sabemos de los pelendones, pueblo celtibérico, que habitaban en los Castros por entre los valles altos del Duero y el Arlanza y que dejaron sus huellas hasta peñas de Cervera, según Ptolomeo. Sigue la Historia su andadura y el Imperio Romano deja sus huellas de piedra y nostalgia en puentes y calzadas.

Existen necrópolis paleocristianas singulares como el de Cuyacabras en Quintanar de la Sierra; iglesias románicas con sus contrafuertes y ábsides imponentes, -cito la de Neila porque la llevo cosida a mis entrañas-. Hablamos del universal monasterio de Santo Domingo de Silos y de su claustro románico; de ruinas de otro llamado San Pedro de Arlanza, y del convento Alveinte. Los “Siete Infantes de Lara” siembran de Leyenda la historia de la Reconquista. Algunas casas señoriales hablan de la alcurnia de sus moradores. Cruzan nuestra tierra cañadas de rebaños trashumantes protegidos por la Mesta y caminos de carros y bueyes, con privilegios especiales de los Reyes Católicos, con aromas de pinos y lana de merinas en sus cargas... ¡Tantas historias...! Asumamos nuestra responsabilidad de seguir sus vidas!

“Más otra España nace,
la España del cincel y de la maza
(...) la España de la rabia y de la idea.”

Antonio Machado (Por tierras de España).

Guadalupe Fernández de la Cuesta

'El hombre y la Tierra' vuelve a la televisión



La famosa sintonía de El hombre y la Tierra volverá a sonar a partir del 8 de febrero en Televisión Española. Concretamente será La 2, la cadena que emita de lunes a viernes a las 19.00 el programa de reportajes sobre fauna ibérica al mando de Félix Rodríguez de la Fuente. Los programas, producidos entre 1975 y 1980, han sido remasterizados, lo que permitirá una mayor calidad de imagen y sonido. RTVE prepara también una programación especial en RNE y en su página web para conmemorar el 30 aniversario del fallecimiento del naturalista el 14 de marzo en un accidente de avioneta mientras realizaba uno de sus documentales.

Radio 5 homenajeará a Rodríguez de la Fuente con la emisión desde marzo de una serie de reportajes, a partir de la recuperación del programa Objetivo: salvar la naturaleza en el que colaboró el naturalista.
El recuerdo al naturalista español que alcanzó fama mundial también se extiende a la página web de RTVE, donde se dedicará una sección en la que se podrán encontrar todos los programas de El hombre y la Tierra, reportajes realizados por el propio Félix y aquellos que a lo largo de los años ha realizado TVE sobre su figura y su trabajo.

Félix Rodríguez de la Fuente pasó a la historia de la televisión como el más importante divulgador ambientalista español, pionero en el país en la defensa de la naturaleza. Su serie más famosa, El hombre y la Tierra, está dividida en tres partes: la suramericana, la ibérica y la norteamericana. De la serie sudamericana en principio sólo se iban a rodar ocho capítulos, que se ampliaron finalmente a dieciocho. La serie ibérica constó de tres partes y de una cuarta inconclusa. Por último, de la serie norteamericana sólo se pudo filmar la parte canadiense y dos capítulos en Alaska. El rodaje de la serie, que abarcó 124 capítulos, la mayoría rodados en España, supuso todo un reto, ya que se rodó en 35 milímetros, para lo que se tenían que transportar los pesados equipos de filmación de la época.

Ya sabes, de lunes a viernes a las 19h en La 2.

Los ganaderos se extinguen

Los ganaderos españoles están tan amenazados de extinción como sus temidos lobos ibéricos. Sólo en Castilla y León, la comunidad ganadera por excelencia de la Unión Europea, han desaparecido en apenas 20 años el 60% de sus ganaderos de ovino y caprino. Es una tragedia, pero en absoluto una exageración, pues los datos provienen de un estudio realizado por la Unión de Campesinos de Castilla y León (UCCL) a partir de los datos de solicitudes de la PAC. De acuerdo con este método incuestionable de actividad profesional, entre el año 1988 y el 2008 se ha pasado de 24.236 ganaderos a tan sólo 9.672.

La principal razón es la falta de relevo generacional. Los jóvenes ya no quieren dedicarse a la ganadería extensiva como hicieron sus padres y sus abuelos. La ven como una profesión sin futuro, tan sacrificada como escasamente rentable, donde mientras los precios de la carne y la leche se hunden, los de los piensos se disparan.

En todas partes, pero especialmente en la siempre difícil montaña, al igual que en los duros páramos castellanos, la desaparición de los rebaños se está tornando en una tragedia no sólo social y cultural, sino también ecológica. Nuestro paisaje, y con él mucha de nuestra fauna más amenazada, dependen directamente de ellos. Y si la ganadería se extingue, ellos también se extinguirán.

Félix Rodríguez de la Fuente ya se temía algo así y dedicó la mayor parte de sus extraordinarias fuerzas de convencimiento a la novedosa tarea de revalorizar la hasta entonces tan denostada cultura pastoril. Testigo de excepción del éxodo rural de mediados del siglo pasado y de sus terribles repercusiones medioambientales, hizo saltar todas las alarmas ante la desaparición paulatina de ese ganado que él admiraba como heredero directo de los grandes rebaños de herbívoros que desde épocas remotas pastaban libres en apretadas manadas por Iberia, sustentadores de una excepcional biodiversidad. No le hicieron caso y hoy asistimos al desmantelamiento de una economía rural que pone en peligro nuestra Naturaleza, pero también nuestro futuro al hacernos peligrosamente dependientes de una economía industrial y globalizada.

Félix tenía un sueño, lograr un mundo mejor donde la naturaleza estuviera bien conservada gracias al trabajo del ganadero y del agricultor, ejemplares custodios de un territorio cuyo mantenimiento fuera considerado fundamental para incrementar la calidad de vida del resto de la sociedad. Desgraciadamente, su sueño parece cada vez más utópico.

Por suerte no está todo perdido. Quedan todavía muchos ganaderos orgullosos de su trabajo, empeñados en mantener ese oficio contra viento y multinacionales. Y son cada vez más los ciudadanos que reconocen su trabajo valorándolo como se merece desde su posición de fuerza como consumidores sensibilizados, eligiendo la calidad de esos productos frente a los insípidos industrializados.

Pero deberíamos ir aún más lejos. Buscar por ejemplo fórmulas que permitan lograr un merecido Pago por Servicios Ambientales (PSA) a este colectivo, porque somos muchos los que defendemos que la labor ecológica del ganadero extensivo, además de agradecérsela, hay que cuantificarla y pagarla.

César-Javier Palacios
Fundación Félix Rodríguez de la Fuente