Las dehesas fluviales mueren de abandono

Poco a poco, casi sin darnos cuenta, la primavera va dejando atrás al invierno, al frío, a la tristeza de unos días demasiados cortos, demasiado oscuros. Almendros, cerezos, manzanos o ciruelos visten ya sus explosivos trajes de flores, tan efímeros como hermosos. Los bosques siguen aún desnudos, pero en las riberas de los ríos los siempre madrugadores sauces empiezan a pintar de verde sus frágiles ramas. Se mecen al son de los primeros ruiseñores, esos extraordinarios cantores recién llegados de la lejana África, imposibles de descubrir en la maraña de zarzas de sus territorios fluviales.

Y es ahora, cuando la primavera se despereza, cuando descubrimos con mayor nitidez hasta qué punto nuestro campo está abandonado. Vides secas, tierras sin cultivar, frutales agónicos, caminos olvidados, pueblos abandonados. Tristes modelos del desamparo rural, los árboles cabeceros muestran estos días su ruina con toda crudeza. Tan vencidos como la cultura que los creó.

Esos chopos, sauces, fresnos e incluso hayas cabeceros fueron objeto durante siglos de un intensivo aprovechamiento forestal. En lugar de talarse los árboles ribereños se procedía a la poda o 'escamonda' periódica (cada diez o doce años) de todo su ramaje. De esta forma se aprovechaba la madera como leña, vigas para la construcción, techados o se hacía con ella sencillas herramientas. Las hojas y ramas más pequeñas servían como nutritivo pasto para el ganado. A pesar de la radicalidad de la intervención, esta práctica alargaba la vida del árbol y le daba una forma característica de cabezón, con un grueso tronco y ramas finas. En muchas regiones duramente deforestadas como Castilla o Aragón, este sabio manejo aportaba la única leña del pueblo, especialmente valiosa para alimentar a los hornos de pan.

Son la versión fluvial y alargada de las dehesas de encina y alcornoque. Un espacio híbrido donde la gestión ganadera ha modelado un paisaje único de ricos prados salpicados de viejos árboles monumentales, refugio de una extraordinaria fauna adaptada a este bosque domesticado en cuyos huecos igual cría la grajilla que el cárabo o el siempre inquieto lirón careto.

Ejemplo paradigmático de convergencia entre el hombre y la tierra, la primavera nos descubre el abandono de este paisaje condenado a muerte. Sin sus podas periódicas los viejos árboles monumentales, centenarios, crecen irregularmente y acaban partiéndose o colapsando. El soto, siempre cuidado y bien manejado, es ahora un caótico espacio lleno de maleza y ramas vencidas. Un paisaje de desolación.

¿Podemos hacer algo para evitarlo? Desgraciadamente, estas bellas dehesas fluviales están tan condenadas a la extinción como las culturas agroganaderas que las promovieron. Sólo recuperando los viejos usos mantendremos el paisaje. Y tampoco sería tan difícil. Si lográramos concienciarnos como consumidores de que la carne gestionada en estos espacios, alimentada con pastos naturales, con animales felices de razas autóctonas, es mucho mejor que la industrial, y pagáramos gustosos el sobrecoste, el árbol cabecero y su mundo estarían salvados. Pero no lo estamos. Y o desaparecen, o tendremos que pagar para hacer un magro mantenimiento artificioso en unos pocos lugares emblemáticos, mientras el resto agonice sin remedio.

César-Javier Palacios

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Para saber más:
Manifiesto por la conservación del chopo cabecero.

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