Cual Ave Fénix renaciendo de sus cenizas, miles de pequeños pueblos y aldeas españolas recuperan estos días el pulso aletargado por el invierno.
Hace ahora 40 años, mi abuela Emilia aguantaba las lágrimas mientras cerraba la puerta de su casa en Huidobro (Burgos) camino de Bilbao. Ella y su marido eran los últimos habitantes que quedaban en el pueblo, más de cien cuando era niña. En enero se les murió la yegua en la cuadra durante una terrible tormenta de nieve. Debieron pedir ayuda a los parientes de Nocedo para arrastrarla días después hasta el muladar. En unas pocas horas, el inmenso cadáver fue devorado por buitres y lobos. No quiso ser la siguiente y se fue sin mirar atrás, sabiendo que nunca más volvería a ver la Peña Lugero, ni el hayedo protector, ni el duro páramo donde con tanto esfuerzo plantaban robustas patatas, ni la fuente, ni la preciosa iglesia románica de san Clemente. Desde entonces, todos los días, sigue soñando con su pueblo, a pesar de que su casa de piedra lleva ya muchos años hundida y con ella sus últimos recuerdos materiales.
Cuando a partir de 1960 un terrible abandono se adueñó del campo, el éxodo rural se vio como único camino posible. Un camino de no retorno. En general lo fue, aunque no tan radical como muchos se temieron. La ciudad puede tener cosas buenas, la principal el trabajo, pero nunca logrará ofrecer la tranquilidad que da un pueblo. Eso se llama calidad de vida y, como saben todos los que tienen pueblo, es algo que no se paga con dinero. Además ahí tenemos nuestras raíces, nos sentimos alguien, “el hijo de la…”, el nieto del…” En la gran urbe apenas somos una pieza más del gran engranaje productivo, de la gran rutina, del gran anonimato colectivo. Por eso volvemos al campo siempre que podemos, al pueblo, a la naturaleza. Para sentirnos mejor.
Las viejas casonas familiares vuelven a estar habitadas en verano. Estacionalmente, es verdad, pero al menos están temporalmente vivas. Cuidadas y restauradas con mimo. En muchos de Los pueblos del silencio de los que escribió mi amigo Elías Rubio un estupendo libro pueden oírse desde ahora y hasta San Miguel las risas de algún niño, los murmullos monocordes de la partida de brisca a la sombra del moral, una música lejana, la azada abriendo surcos en la huerta, el crotoreo de la cigüeña. Los más ancianos vuelven de la residencia donde han pasado los fríos y se encuentran allí con sus nietos. Son días de pueblo. De las peores travesuras y de los mejores galanteos. Llegan los veraneantes, benditos veraneantes. Sed bienvenidos.
22 jul 2010
9:40
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