S.O.S. para el “turismo interior” | Guadalupe Fernández de la Cuesta

En estas fechas del mes julio el sol cae como una bola de fuego sobre la península. Esta evocación me traslada a los lugares donde el termómetro sufre de vértigo cuando marca un tropel de grados incompatibles con el aliento. Nosotros padecemos el calor en las horas centrales del día. Al atardecer, paseamos en bandolera o colgado del brazo esos jerséis livianos por si acaso hace falta abrigar la fresca. En la noche templada nos entregamos en los brazos de Morfeo sin agobio ni sudores y cuando se levanta el viento del norte, cobijamos el sueño en la calidez de una mantita.
Es posible soñar que algunos de nuestros lectores digitales se encuentren varados en alguna de esas playas prodigiosas del Mediterráneo donde disfrutan de sus días de asueto. Es posible que se encuentren instalados en un magnífico hotel con playa privada, con salas para múltiples actividades dotadas de un buen aire acondicionado. Y que incluso posean un pequeño yate para soñar aventuras marineras. La mayoría de nuestras costas y playas distan mucho de esas imágenes bucólicas. Son las familias del apartamento comprado o alquilado y de hoteles de promoción “primera línea de playa” las que exponen sus cuerpos al sol en ese reducido espacio de arena donde, a duras penas y casi de madrugada, ha sido posible instalar una sombrilla y las toallas. Y ahí quedan, sin más, engrosando esa voluminosa masa de chicha tostada y remojada de vez en cuando en la bañera de mar salada y sudores compartidos. Nuestro maltrecho y degradado litoral no ha dejado de seducir a los auténticos depredadores del ladrillo aún cuando la crisis de la construcción nos ha dejado hechos unos zorros.

“Sol y playa” es el eslogan que desde la época franquista atrae al turismo allende los Pirineos. En el deambular de la posguerra y, sobre todo, desde la diáspora de los años sesenta a Europa en busca de trabajo, los españolitos deseábamos una equidad en el comportamiento social con los ingleses, suecos o alemanes que introducían otras costumbres mucho más relajadas y cosmopolitas en nuestras playas. Los pequeños ahorros llenaron la costa de apartamentos apilados en torres descomunales y esperpénticas como signo de bonanza económica. Veranear en la playa se convirtió en un privilegio y los parajes costeros, engullidos por una marea humana, olvidaron su identidad.

No sé cómo podemos gritar a los cuatro vientos las excelentes ventajas que ofrecemos para asentar un turismo de calidad en nuestras tierras. Sueño que un día cojo de la mano a esa masa despanzurrada al sol playero y cabalgando por entre las nubes los sitúo en el lugar donde yo estoy escribiendo: 25º a la sombra, un circo montañoso vigilando mi silencio, el rumor de un río cercano y un sereno equilibrio exterior que anima a salir en pos de cualquier punto cardinal. Nuestras tierras les hablarían de dinosaurios, de árboles fósiles, de circos glaciares en las sierras de Neila y de Urbión donde se asientan, como recuerdo, sendas lagunas Negras y otras menores; de castros celtas; de vías y puentes romanos; del alfoz de Lara; del arte románico, además del monumental claustro de Silos; de casas solariegas; de cañadas reales; de caminos de la carretería; de fiestas y tradiciones...Y por supuesto, les ofrecemos sol y aire puro que oxigena el ánimo.

¿Hay quién dé más? La crisis económica necesita un cambio de estrategia en el desarrollo rural del interior ¿A qué esperamos?

No hay comentarios:

Publicar un comentario