7 oct 2010
11:41
Nuestra “amistad” se originó cierto verano cuando hacía pesca submarina en la Poza de Sarreda, situada en la costa cantábrica y muy próxima a Santander. Dicha poza es como una enorme piscina que se llena de
agua cuando sube la marea y cuando baja queda muy tranquila, con una profundidad de cinco o seis metros, haciendo asequibles sus canales, grandes losas, piedras y hendiduras.
Pescando allí, un día soleado y de agua clara, pasé nadando junto a una de sus losas a la que golpee fortuitamente con el arpón. Desde debajo, salió un hermoso pulpo de más de dos kilos, que se posó en el fondo de arena tomando su color. Los pulpos me son simpáticos, los considero unos minuciosos limpiadores de su hábitat pero sobre todo me han sorprendido por sus rápidos y sinuosos desplazamientos. Pero aquel pulpo se había quedado inmóvil con su informe cuerpo y sus ocho tentáculos extendidos y, aunque no lo aseguraría, mirándome burlón con sus extraños ojos.
Como no había ni cuatro metros de profundidad decidí sumergirme muy despacio dejando antes mi fusil sobre la losa para tocarle… y se dejó.
Sólo cambió de color. Sus cromatóforos le hicieron parecer más oscuro. El que me admitiera aquel fluctuante ser a su intimidad, me hizo concebir que quizás podría tener con él una relación no cruenta. En días sucesivos, en mis visitas a al poza, me acerqué a visitar a tan singular amigo que llegó a acercarse hasta mi rostro y a tocar con sus tentáculos mis gafas.
Un día le llevé en un frasco transparente unas esquilas vivas y se lo dejé sobre la arena. Mi nuevo amigo, después de observarlo y palparlo, destapó el frasco con sus tentáculos (tal como digo) metió con cuidado varios de ellos en el frasco, luego acopló su blanda cabeza al interior y con su picuda boca se almorzó las esquilas una a una. Y no fue eso lo único que le vi hacer, varias veces, con los tentáculos muy juntos, navegó a propulsión a mi lado antes de volver a su guarida. Cuando al llegar golpeaba la losa salía se extendía sobre la arena esperando que le acariciase para cambiar de color. Un día se me enroscó en un brazo y me di cuenta de su extraordinaria fuerza, desproporcionada a su tamaño.
Este “idilio” duró casi todo verano hasta que un día ¡desapareció! Fue inútil buscarle ni llamarle. Recorrí el torno escrudiñando cada grieta, cada ranura y comprendí que mi afable relación con él había sido la causa
de su perdición. Casi seguro que algún pescador se había aprovechado de su inocente confianza para pescarlo. Jamás he pescado un pulpo, pero además y desde entonces, cuando haciendo inmersión veo fugazmente alguno, no me atrevo ni a saludarle… pero sí a sonreírle.
Mi amigo el pulpo | Guillermo Rancés
Nuestra “amistad” se originó cierto verano cuando hacía pesca submarina en la Poza de Sarreda, situada en la costa cantábrica y muy próxima a Santander. Dicha poza es como una enorme piscina que se llena de
agua cuando sube la marea y cuando baja queda muy tranquila, con una profundidad de cinco o seis metros, haciendo asequibles sus canales, grandes losas, piedras y hendiduras.
Pescando allí, un día soleado y de agua clara, pasé nadando junto a una de sus losas a la que golpee fortuitamente con el arpón. Desde debajo, salió un hermoso pulpo de más de dos kilos, que se posó en el fondo de arena tomando su color. Los pulpos me son simpáticos, los considero unos minuciosos limpiadores de su hábitat pero sobre todo me han sorprendido por sus rápidos y sinuosos desplazamientos. Pero aquel pulpo se había quedado inmóvil con su informe cuerpo y sus ocho tentáculos extendidos y, aunque no lo aseguraría, mirándome burlón con sus extraños ojos.
Como no había ni cuatro metros de profundidad decidí sumergirme muy despacio dejando antes mi fusil sobre la losa para tocarle… y se dejó.
Sólo cambió de color. Sus cromatóforos le hicieron parecer más oscuro. El que me admitiera aquel fluctuante ser a su intimidad, me hizo concebir que quizás podría tener con él una relación no cruenta. En días sucesivos, en mis visitas a al poza, me acerqué a visitar a tan singular amigo que llegó a acercarse hasta mi rostro y a tocar con sus tentáculos mis gafas.
Un día le llevé en un frasco transparente unas esquilas vivas y se lo dejé sobre la arena. Mi nuevo amigo, después de observarlo y palparlo, destapó el frasco con sus tentáculos (tal como digo) metió con cuidado varios de ellos en el frasco, luego acopló su blanda cabeza al interior y con su picuda boca se almorzó las esquilas una a una. Y no fue eso lo único que le vi hacer, varias veces, con los tentáculos muy juntos, navegó a propulsión a mi lado antes de volver a su guarida. Cuando al llegar golpeaba la losa salía se extendía sobre la arena esperando que le acariciase para cambiar de color. Un día se me enroscó en un brazo y me di cuenta de su extraordinaria fuerza, desproporcionada a su tamaño.
Este “idilio” duró casi todo verano hasta que un día ¡desapareció! Fue inútil buscarle ni llamarle. Recorrí el torno escrudiñando cada grieta, cada ranura y comprendí que mi afable relación con él había sido la causa
de su perdición. Casi seguro que algún pescador se había aprovechado de su inocente confianza para pescarlo. Jamás he pescado un pulpo, pero además y desde entonces, cuando haciendo inmersión veo fugazmente alguno, no me atrevo ni a saludarle… pero sí a sonreírle.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
5 comentarios:
¡Precioso!
Tranquilo, se fué a Alemania a predecir los resultados de los partidos del mundial.
no creo qe la causa de su perdida haya sido por tu afable relacion con el sino por los pescadores qe no dejan títere con cabeza y van a saco....
e3xcelente
Yo también dejé de cazar pulpos cuando comprendí que son seres maravillosos, dotados de una perpección inédita en un molusco. De hecho, desde que nuestro amigo Paul predijo el resultado de la roja, hice la promesa de no volver a comer más pulpo. Ojala sirva el ejemplo de nuestro amigo para hacernos más humanos.
Publicar un comentario